jueves, noviembre 29, 2007

Os voy a contar un secreto. De no estar tan avanzada la odontología, ahora estaría sin dientes. Ya lo dijo mi primera dentista, argentina por cierto, cuando fui por primera vez a consulta:
-Cheee, este pibe, con treinta años, de no haser nada, quedará sin una piesa dental.
Y es que realmente tenía mal los dientes. Se me habían caído los de leche y los definitivos me salieron cada uno bailando por su cuenta. Encima eran prominentes y grandes, a lo Bugs Bunny. No pasaban desapercibidos al resto del alumnado del colegio. Para mi desgracia y posterior muerte social.
En el árbol genealógico de la famila de mi madre, en vez de haber frutas podridas, lo que hay son dentaduras podridas. Parece ser que mi bisabuela murió sin un sólo diente, ni natural ni de pega; mi abuelo, entre el fumeque y el feroz individualismo que siempre han manifestado cada una de sus piezas de marfil, que nunca se les ocurrió formar en hilera, los tenía sarmentosos y manchados de nicotina; y mi madre, la pobre, ni en hilera ni independientes. A los cuarenta y pocos años, dentadura postiza.
La señora odontóloga argentina, sin conocer la genealogía dental de mi familia ya sabía que los míos eran de poca calidad y propensos al suicidio.
No obstante, la clínica, que veía en mi boca una mina de oro, propuso a mi madre el arreglo de mi desfigurada sonrisa. Recuerdo que el primer aparato que llevé era una auténtica tortura que no me dejaba dormir por las noches, pues me apretaba los dientes para llevarlos adentro de la boca y me hacía despertarme por el dolor. Los siguientes no me causaron daño, pero aparte de antiestéticos eran inútiles. Por cierto, la clínica me cambiaba de dentista con relativa frecuencia, y cada uno de ellos me mandaba un aparatito diferente, siendo el siguiente más inútil que el anterior.
Nadie sabía muy bien qué hacer con mi dentadura. Cada vez estaban más grandes y más a su bola. Mientras unos miraban a Lisboa, los otros a Copenhague. Y aún había alguno que se perdía por el mar Negro.
Siempre me he lavado mucho los dientes, en la frecuencia, fruición y duración que me indicaban los facultativos. Pero daba igual. Tenía una periodintitis galopante, al parecer también familiar a las bocas de mis ancestros. Mis dientes cada día bailaban más e iban a la búsqueda de sus raíces. Hasta que un día me levantaba, me miraba al espejo y ¡Coño, me ha desaparecido ese que marcaba los pasos del cha-cha-chá!
Al final, viendo que mi boca cada vez estaba cogiendo aspecto de pertenecer al criado de Drácula tuve que tirar por el camino de en medio, quitarme los piños que todavía no se me habían caído por la dichosa periodintitis, enfermedad degenerativa hereditaria (más de una vez me preguntaron si tenía un abuelo minero) y ponerme porcelana fija. Que vivan los jarrones.
Y bueno, al igual que el miope se fija en las monturas de las gafas y el cojo en los bastones, yo voy por la vida mirando dentaduras. Haciendo distinciones entre las amarillas y las perladas, las de dientes pequeños y los paletos, las con mella o sin mella, las cuidadas y las dejadas. Con eso me entretengo.
Que siempre uno se fija en lo que carece. Qué le vamos a hacer.

En estos días se han estrenado dos películas españolas de miedo que dicen que están muy bien: el orfanato y Rec. No sé si ir a verlas, pues soy muy impresionable y un servidor no va al cine para pasarlo mal, aunque a veces nos traguemos unos bodrios que lástima de seis euros cada uno. No me gusta pagar por pasar miedo. En el pasado lo tuve gratis.
-mamá, que me voy con los colegas de fiesta
-¿y en qué coche vas?
-En el del alcalde.
-Bueno, pero ten cuidado.
En mi pueblo, si uno quería emociones fuertes, lo mejor era pedir al Helloween que le llevara en su coche a las fiestas de turno. Pero entonces yo no lo sabía, ni mi madre tampoco. Helloween, alcalde por el pp en mi pueblo (de los seis que se presentaban, cinco eran de ese partido y uno del grup mixto) era todo un personaje. Genio y figura. Yo entonces no lo sabía, pero entre sus méritos se contaban ser campeón de pulso interprovincial por Extremadura (no siendo de allí), beber unas veinticinco copas de whiskys con cola en una sóla noche, estrellar cinco camiones saliendo ileso de todos los accidentes y poner un Opel Kadett GSI a doscientos diez en la única recta que hay de mi pueblo a Campaspero y por donde van las ovejas. Por cierto: cayó con uno de sus camiones (un tráiler de dieciséis ruedas) por un puente desde una altura de 25 metros. Por eso, cuando cada iba el cura a bendecir las flotas de camiones de toda la provincia de Segovia, él no se lo perdía. Por si acaso. Y en el salpicadero nunca faltaba el San Cristóbal. Que no es casualidad haberse librado tantas veces, pensaba.
Yo, la primera vez que salí de fiesta a un pueblo de al lado, no me imaginaba que iba a ir con él. pero claro, las cosas funcionaban así: te metías en el primer coche que pudieras. No te ibas a quedar en tierra mientras tus colegas estaban tomándola.
-Opo, que tú te vas con mi primo- Me dijo un colega, que ya había pillado sitio con su otra prima la maestra. Su primo era el Helloween, al que yo no tenía muy tratado -Espérate aquí, que ya le he dicho que vas con él. Bueno, si no hay más remedio...
Pasaron cinco minutos. Al otro lado de la calle sonó un rugido espantoso. De repente, en la cuesta, vi como saltaba un Citroën Gs Break. Cuando cayó al suelo, de los bajos saltaron chispas. Pero qué buena es la suspensión de Citroën. Ahí lo vi.Desde las ventanas abiertas no salía la música de Helloween, cosa rara en él, según me dijeron después. Tronaba "Thunderstruck" de AC/DC. aaahaaaauah...El Bakalao todavía no estaba en su máximo apogeo.
-Que me ha dicho mi primo que tú vienes con nosotros. Pues sube.
Dentro del coche, el Kenwood hacía trabajar a los cuatro altavoces a toda potencia. A mi lado iban otros chicos del pueblo, de la otra pandilla que había. En su cara estaba dibujado el terror, como en la mía. Comenzaba el viaje.
Las carreteras de mi pueblo tienen muchos baches, algunos hasta podrían servir de garaje, pero eso al Helloween le daba igual. Volaba encima de ellos. No habíamos recorrido ni quinientos metros y el velocímetro marcaba ciento sesenta. La primera curva la hicimos a ciento cuarenta. "No la he trazado bien", debió pensar, porque en las siguientes no bajaría de ciento setenta, más que nada por hacer una buena media durante toda la carrera.
Dentro del coche el bamboleo era constante y yo nunca eché tanto de menos los cinturones traseros, que ese coche no traía de serie. Ahora entendí por qué ponían agarraderos en las puertas. Me estaba mareando y no tenía a mano los caramelos de eucalipto que llevaba mi abuela cuando viajábamos juntos por si nos mareábamos. Bueno y a mi abuela también, qué persona más calmada y equilibrada. Y lo mejor de todo, qué persona más lenta.
En la lejanía divisamos un Renault 5 GTL azul... matrícula SG-8743-D . En menos de cinco segundos, teníamos su matrícula ante nuestros ojos, bien visible incluso para el de más dioptrías. Pasó de ser una pulga metalizada con dos ojitos rojos minúsculos a ser el coche de un señor de gafas de pasta marrón, que por cierto, le echaba mucho valor porque temerariamente, nos cerraba el paso. "Inconsciente", pensaba yo, por no llamarle otra cosa peor. La distancia de separación entre ambos coches muchas veces no llegaba a los tres centímetros. Gran pique en el rally de las cabras. Finalmente, en una curva, de las más cerradas, el del R5, no sé si por mala idea o por no poder sobrellevar la presión ni un minuto más, permitió el adelantamiento y no me dio tiempo ni a confesar todos mis pecados ante la posibilidad de un choque frontal. Afortunadamente, no hubo tal.
En esto, llegamos a las primeras casas del pueblo que teníamos que cruzar antes de llegar a nuestro destino. Unas ancianas, en cuanto nos vieron llegar y con una agilidad de movimientos inusual para personas de edad tan avanzada, cogieron las sillas y desaparecieron como alma que lleva al diablo por una puerta. De milagro no nos llevamos por delante a la última de ellas. En todo el pueblo no había ni un semáforo, que para mí hubiera sido una buena oportunidad para salir despavorido del más veloz pero también el más terrorífico Citroën en el que yo haya montado nunca.
Me estaba poniendo blanco, tanto como el resto de ocupantes del coche, salvo Helloween, que con pasmosa tranquilidad maniobraba el coche como si estuviera disputando el Rally de Interlagos. Mis sueños de ser Carlos Sainz quedaron enterrados en alguna parte del cementerio de ese pueblo que pasó ante mis ojos en breves milésimas de segundo.
Intenté hablar con el que estaba a mi lado, pero entre la música y el miedo que teníamos ambos hizo imposible el sostener una conversación que fuera por cauces normales. Creo que hablamos de lo poco que se va a la iglesia a rezar. De lo poco que rezábamos, vaya.
Después de Siete derrapes y un trompo porque nos habíamos equivocado de dirección por fin llegamos a nuestro destino. Como no había aparcamiento, dejó el coche en un terraplén de más de cuarenta y cinco grados, totalmente ladeado. Nos costó un gran esfuerzo salir del coche, que se había quedado como los que andan a dos ruedas. El ventilador sonaba con llanto lastimero por el susto que llevaba. Cuando ya logramos salir, nos dirigimos a al tumulto de gente. Me quedé un poco atrás, mientras mis compañeros, con el Helloween a la cabeza, se perdían por la feria. Besé el suelo. Nunca antes sentí como entonces la alegría de estar vivo.
Me fui al bar donde quedé con mis colegas. Cuando me vieron, se partieron de risa.
-¿Qué pasa?
-Pero tío ¿Te has visto lo blanco que estás?
- nos ha jodido. Vosotros, como habéis ido con tu prima la maestra...
Qué mala suerte la mía, que para ser la primera vez que me voy de fiesta, lo tengo que hacer con el señor alcalde. Campeón de pulso por Extremadura y récord mundial de velocidad todavía no superado en el trayecto que va de mi pueblo a donde estábamos de farra en aquellos momentos.
Y serán imaginaciones mías, pero creo que la estampita de San Cristóbal que llevaba Helloween en el salpicadero se tapó con las manos los ojos durante todo el trayecto. De verdad que no era para menos.