jueves, noviembre 23, 2006

Yo no soy psiquiatra, pero he oído decir a gente que sí lo es que la locura en algunos casos no es otra cosa que un exceso de lucidez. Vosotros juzgad, por lo que voy a contar, si ésto es verdad.
En una ciudad de la periferia madrileña había un matrimonio gallego. Tenían cuatro hijos pequeños. El marido, José, un hombre enjuto, de calva interminable, era funcionario. Traía un sueldo que apenas si daba para algunos caprichos, pero bueno, algo era. Aunque era amigo del jarro, nunca puso la mano a su mujer y nunca dejó que sus cuatro hijos pasaran necesidad de ningún tipo.
El hombre tenía esa costumbre de gallego antiguo de beber en silencio, hasta la hez. Por su hermético mutismo, los que le conocieron decían que era muy difícil saber cuándo estaba borracho y cuándo estaba sobrio.
Su mujer, Fátima, la heroína de esta historia, era una gallega también menudita, de apenas metro y medio de estatura, con nariz aguileña, . Sus ojos, un poco saltones, eran acuosos. Parecían siempre predispuestos al llanto. Su carácter, como buena gallega, era dulcísimo, impresión tal vez debida a ese acento tan cantarín que tienen las mujeres de Galicia.
Vivían los seis en el 4ºB y dicen los vecinos que les conocieron que jamás se les oyó una voz, un pataleo o simplemente el correr de una silla. Mientras unos cantaban al unísono la copla de Radiolé, otros vociferaban a los cuatro vientos sus conflictos intergeneracionales y otros siempre tenían que hacer una reforma que hiciera indispensable la taladradora, los gallegos, en cambio, vivían en el silencio más absoluto.
Tan poco ruido hacían que cuando el marido murió de cáncer todos los vecinos dijeron al enterarse de la noticia: "O sea,que tenía ya metástasis. ¿Desde cuándo? Nosotros no sabíamos nada, Es que de esta gente se oye tan poco..."
Mirando a la muerte cara a cara, quedó Fátima sola. Tan callando.
Calladamente esperó a la miseria: con 60000 pesetas de pensión de viudedad tenían que salir ella y sus cuatro hijos adelante. Imposible, aún no teniendo letras pendientes del piso. Empezó a haber necesidad en aquel hogar. Pidió ayuda a un tío cura, que le trajo ropa desde la parroquia. Los vecinos también ayudaron a vestir a los niños. Pero Fátima no podía hacer milagros. Obligada por cuatro pequeñas bocas, tuvo que salir a limpiar otras casas.
Se iba de su casa a las seis y media de la mañana y muchos días le daban las ocho de la tarde. Se le pusieron las manos rojas de la lejía y las ojeras amoratadas por la falta de sueño. Día tras día se iba encorvando más y más, pareciendo cada vez más insignificante. Siempre llevaba un pañuelo de encaje en la manga para su llanto callado de gallega. Hasta que un día, ese llanto de lluvia fina y constante se transformó en aullidos en torrente. Los primeros gritos que salían del 4ºB.
Los niños, gimoteando, muy asustados ,llamaron a la puerta de un vecino: "señor, señor, no sabemos qué le pasa a mamá ¿Podía usted ayudarnos?"
El vecino llamó para que trajeran una ambulancia -Espere un momento, por favor. Ahora le atenderá una operadora para que usted dé los datos- En el teléfono empezó a sonar una conocida melodía de Mocedades:
"..y los chicos del barrio le llamaban loca"
Sí, Fátima enloqueció. Desde entonces, ya no saludaba a nadie por la calle, pese a que siempre había sido una mujer amable, de modales exquisitos, casi remilgados. Iba con la mirada fija al infinito, perdida y la gente pasaba por su lado y no podía dejar de mirarla en una mezcla de reparo y compasión.
Con todo, a base de calmantes, antidepresivos y fuerza de voluntad sacada de la nada, siguió retorciendo bayetas. Siguió cogiendo el Cercanías para ir a servir a mil casas diferentes. Los niños crecieron, llevando siempre la ropa impecable. Alguno de ellos hasta pudo completar estudios universitarios mientras trabajaba. Fátima, la pequeña gallega, tuvo más cojones que nadie para sacar adelante a sus cuatro hijos.
Algunos expertos en salud mental dicen que la gente necesita de evasión y un poco de fantasía para seguir viviendo y estar sanos del coco: vernos más guapos de lo que somos, más inteligentes, con más dinero del que tenemos o que sé yo. La existencia se torna a insufrible si no hacemos de nuestra vida una película más llevadera. El problema es cuando, como Fátima, la película se transforma en un documental sobre la pobreza en los suburbios de las ciudades.
A Fátima se le cayó su propia fantasía de estabilidad y prosperidad y eso casi la mata. Tal vez el enorme sentido de responsabilidad y el amor a sus hijos hizo que
no cayera fulminada en la acera en uno de esos días en que salía de su casa para pasar catorce horas de esclavitud.
Pese a que estoy contando una historia de una pequeña heroína gallega, hubiera preferido contar algo insustancial. Hablar, por ejemplo, sobre la pelusa de mi ombligo. Pero Fátima merecía que contara su historia: avatares que jamás deberían haber sucedido, ni jamás deberían haber sido contados por mi.
Por cierto, que Fátima en realidad se llama Rosalía.