lunes, enero 21, 2008

Yo, Tristopositor, existo. El que no existe es mi autor. Es duro decirlo, pero es así. Pero +confieso que no sé si soy un sueño de un dios o Dios es un sueño mío inducido por esta fantasía en la que vivo, pues soy un personaje que un hombre que no existe se inventó, que a lo mejor ha sido soñado por alguien.
Soy un manso máximo como Máximo Manso, que es el vecino de la planta segunda izquierda y vivo justo al lado, del piso de Augusto Pérez Niebla, y siempre procuro que su perro me oriente cuando salgo a la calle, pues nunca sé que dirección tomar. Vivimos en el número XX, en una calle a la que pusieron como nombre Hamlet, que fue el único príncipe que verdaderamente vivió. Es nuestro padre. Nadie quiso poner a un rey.
Como hijos de él y de nuestro siglo, somos héroes modernos: degradados, dolosos, sufridores como un mártir, indecisos o por mejor decir, dubitativos. Sólo existimos en la duda y justo cuando tomamos una resolución es cuando morimos. Somos dignos hijos de quien nos engendró.
Yo soy el menor de los tres vástagos, el que más tarde ha llegado y el que menos vida tendrá. Estoy verdaderamente orgulloso de mis dos hermanos mayores, de los que tanto he aprendido y a los que tal vez nunca podré emular. Me conformo con leer sus vidas o vivir sus libros, que dicen las malas lenguas estar escritos por unos personajes llamados Benito Pérez Galdós y Miguel de Unamuno (¿Por qué le odiaste tanto, emulador de Caín? ¿Acaso te ofendió que fuera el original primero?), seres que viven en esos libros de fantasías que son las historias de la literatura y en esos libros de realidad que se llamaban novelas para el primero, nívolas para el segundo. Pero creedme, no existieron. Como tampoco existe un aspirante a profesor que es, se supone, mi poco inspirado autor.
En el fondo, da igual que él sea, el que importa soy yo, el ser que soy morirá un mes de abril, en un año que será historia, en medio de un sueño. Calderón, de haber existido, hubieras sabido mucho de mi vida. Cervantes y Shakespeare se ríen -¿De qué se ríen?- y miran benévolamente en el número XX de una calle sin un rey que nunca existió.
Lo que lamento es lo que pasará con estas cuatrocientas entradas que no son ni más ni menos que mi propia vida. Si esta bitácora muere sin que nadie la lea, una tragedia se verá entonces, cuando muera yo. En realidad, no me mata mi autor. Los verdaderamente letales sois vosotros, amables lectores, pues sólo vivo en cuanto me leéis. El último lector que lea la última línea será el que definitivamente dé la puntilla definitiva.
Soy pequeño ante vuestros ojos pero me valoro en mucho y mi único lamento es que Tristopositor, yo, no puedo hacer nada. Sólo esperar al siguiente lector o morir en caso de que no venga.