miércoles, septiembre 05, 2007


Los cuentos son pequeñas historias de miedo que sirven para prevenir al niño de los peligros futuros. Hace tiempo escribí sobre Caperucita, dando mi interpretación sobre el trasfondo del cuento. Pero en mi infancia había otras historias que me producían todavía más pavor: las historias de las familias marcadas por la tragedia de la heroína; las historias de los zombies del extrarradio.
Cuando en los fines de semana, mis padres se juntaban con los amigos, era raro que en algún momento no se contara alguna de esas historias horrorosas. Principiaban los ochenta, y en una ciudad obrera de la periferia como la mía era frecuente que entre sus gentes se abordara el tema en convites y demás reuniones. No era para menos, pues era un tema de actualidad muy presente en la vida diaria. Yo recuerdo que en mis correrías infantiles no me era difícil ver, en algún rincón de los sitios más apartados de la ciudad, jeringuillas usadas y pedacitos de papel de aluminio renegridos, restos de alguna sórdida fiesta al aire libre de la noche anterior.Yo no tocaba las jeringuillas prevenido por mi madre, pero reconozco que las miraba con la fascinación infantil con que se mira lo desconocido. Estos recuerdos me vienen de la época en la que todavía no habían saltado las alarmas por la epidemia del SIDA. De haber sido así, el miedo de mi madre a que nosotros saliésemos a la calle hubiera sido mucho mayor.
Si yo tenía entonces ocho o diez años, los que empezaban a tomarle el gusto a la heroína tendrían entre dieciocho y veintipocos años. Es decir, de una generación anterior; la versión heavy del NO FUTURE punki, que les tomaron la delantera en eso de ser joven y pesimista; no obstante, nuestros heavies llegaron rápido al mismo sitio, a lomos del caballo apocalíptico de la periferia.
Mis padres y sus amigos contaban historias de otros progenitores un poco mayores que ellos cuyas familias estaban destrozadas porque uno o varios de los hijos cayeron en la droga fatal. Historias que hablaban de ruina psicológica y ruina económica. De casas desmanteladas poco a poco. De delgadeces extremas, de cuerpos llagados.
Ese universo tenebroso tan cercano a fuerza tenía que hacer mella en la mente de un niño impresionable. De todos los niños impresionables de la periferia. Y tal vez por eso, nosotros, la generación que sucedimos a los zombies del extrarradio descartamos la heroína como forma de pasar el rato. Nos dio por estudiar y aqui nos tenéis: los universitarios peor pagados de la historia.
Ahora ya se ven muy pocos zombies del extrarradio. Los pocos que quedan son fácilmente identificables: todos con cuarenta y tantos, sombras de si alguna vez fueron algo, dejadez en la higiene, ropas raídas, casi siempre un chándal que antaño era de vivos colores y que ahora aparecen apagados, sepultados en la grisura del polvo recogido por dormir en el suelo. Otros se han quedado en el camino: fotos de equipo de fútbol de colegas en las que del once titular, sólo quedan cuatro. Y los menos, héroes anónimos difícilmente identificables entre el maremágnum del centro comercial, que han librado una de las batallas más difíciles por las que puede pasar un hombre: la de desengancharse.
El consumo de heroína ha caído en picado en estos últimos veinte años. Es lógico, la publicidad negativa les ha hecho perder a los camellos gran parte de sus potenciales clientes: nosotros, unos tipos cualquiera de la periferia proletaria que se desesperan al asomarse al futuro. ¿A quién le importa nuestras vidas? ¿A quién le importó las vidas de los que nos precedieron, los del chándal, unos tipos cualquiera de la periferia proletaria?