miércoles, noviembre 14, 2007


Resulta que mis compañeros de infancia, esos locos agentes secretos cumplen cincuenta años. Y lo poco que han envejecido. Siguen igual, el uno con la levita negra y el otro con su pantalón rojo y su pajarita, que parece que los ha asesorado en el vestir Jaime de Marichalar, que ahora está atravesando horas bajas, el pobre. Me imagino que ahora no le importaría ser un personaje de historieta.
Decir Mortadelo y Filemón es apelar a la memoria de varias generaciones de españoles (¡Cáspita, ahora parezco un político!) que nos hemos reído con ellos en el tiempo libre que nos dejaba la escuela. En mi caso particular, los tebeos de Mortadelo y Filemón equivalen a las vacaciones de verano, cuando me los llevaba para leerlos a la orilla de la piscina, del río o mientras papá y mamá se echaban la siesta. Fueron la antesala por la que pasé antes de llegar a los libros sin dibujos y desde luego, sin su contribución es dificil que yo hubiese llegado a amar la cultura con mayúsculas, pues fueron mis primeros manuales de aprendizaje en la lectura.
De esos tebeos se puede decir que deleitaban enseñando, aunque suene a barbaridad; primero porque la risa es deleite y segundo, porque nos enseñaron a no tener miedo a las páginas impresas, a las letras.
Al gran Francisco Ibáñez le podríamos reprochar que alguna vez se repitiera, pero jamás perdió un ápice de frescura en su humor sencillo pero no por ello menos genial. A mi juicio, con el tiempo, cuando se fue tomando más libertades, cuando fue adquiriendo mayor soltura, se hizo mejor dibujante y humorista si cabe, cosa que tiene más mérito todavía si pensamos que era un trabajador casi estajanovista.
Las cosas buenas permanecen en el tiempo. Nunca le agradeceremos bastante, recontracorcho, los buenos ratos que nos ha hecho pasar a los miles que le hemos leído.
Y que cumplan los tres otros cincuenta años