El tiempo.
Esa cosa que se me escurre entre los dedos y que me hace sentir el vértigo del que está justo en frente del abismo: "Recuerde el alma dormida" (jorge Manrique); "soy un fue, un será y un es cansado" (Quevedo); "El día tendría que tener 4 horas más" (Modestia Aparte).
Ayer estaba en agosto y hoy estoy en noviembre. Hace diez años me emborrachaba en el pueblo donde veraneaba, hace cinco en la playa, y hoy estoy aquí y casi puedo sentir la resaca del día siguiente. Hay gente que creo de mi edad que me llama señor, y noto que mi atuendo y modo de vestir son disímiles a los de esa gente. Por ejemplo, todavía me meto las camisas por dentro y no se me ocurre sacarme los calzoncillos por fuera. También llevo zapatos, cuando lo ideal sería llevar esas estupendas zapatillas que hacen que el pie parezca más pequeño. Desconozco algunos grupos musicales que están pegando ahora. Utilizo el verbo "pegar" en el sentido de "tener éxito". No utilizo abreviaturas cuando escribo en el móvil. No sé exactamente, aunque lo intuyo, qué significa "tener un amarillo". Miro con cierta intolerancia los errores que cometen la gente más joven que acaso sean los mismos que cometía yo hace doce años.
La posibilidad de ser padre no me aterra, sino que me entusiasma. Tengo cincuenta euros en el bolsillo cada vez que salgo a tomar una copa. Suelo cenar sentado y no de pie. Me encantaban los botellones, (nadie habla de lo mucho que se habla con los amigos en los botellones), pero ahora me da corte el hacerlos. Mis padres ya no son "los plastas" y les comprendo y me arrepiento de muchas de las cosas que les he hecho.
Me aterra pensar que mi amigo me ponía esa copa en un bar de Alonso Martínez ya no trabaja de camarero, sino que es gerente de comunicación de una gran empresa. Mi hermana ha tenido un hijo.
Dentro de pocos meses, mi chica y yo haremos diez años.
La lástima es que no hubieran durado el doble.