miércoles, mayo 09, 2007

Una bola de sangre voló por tu cuerpo hasta llegar a tu cabeza y devastó gran parte de tu cerebro. Después, la miserable duda de que vuelvas a ser la misma.
Te veo postrada en la cama. Cada una de las arrugas de tu cara es un surco de la tierra de la que siempre quisiste escapar. Ahora estás más viejecita, los surcos parecen más profundos. Cuando cojo tu mano, creo notar en ella restos de tierra. Cuando veo tu rostro, visualizo al campesino que lo ha abierto una vez más con el arado, justo después de que el rayo atravesara la encina.
De joven le dijiste a tu padre que querías venirte a Madrid para ser enfermera. Tu padre te dijo que no, no quería exponerte a los peligros de la capital; este deseo de escapismo no se fue jamás de tu cabeza ahora herida por la tormenta. Querías venirte a Madrid y casarte con un militar. Quién sabe, a lo mejor soñaste con vivir en la zona de Argüelles, donde había una colonia para los militares e irte desde allí con tu marido al cine de la Gran Vía o ver un espectáculo de revista. Sin embargo, te casaste con el abuelo, que vino de la guerra echando pestes de las batallas. Aunque bien plantado y elegante, te salió pacifista y rural.
Ahora es demasiado tarde, princesa, te hubiera cantado Sabina viéndote con cuatro hijos, unos cuantos terrones y una pila de fregar en el río.
No te gustaba tu pueblo porque entonces no había allí esas cosas de las chicas finas de la ciudad. Ahora veo, desde la ventana de tu habitación, mientras intentamos dormir, una miríada de coches rugiendo y me dan ganas de preguntarte aunque no me puedas contestar: ¿Esto es lo que querías, abuela? Después de todo, venía muy bien el silencio del pueblo para dormir. Ya lo ves: tienes que vivir en el pueblo para soñar con Madrid.
¡Ay, abuela! ¡Cuánto has envejecido en las últimas veintiséis horas! Ya no estás para ninguna siembra y siempre odiaste los surcos. Cumpliste el sueño de venir a Madrid, donde los surcos los hace el Ayuntamiento y los rayos sólo encuentran encinas transplantadas donde caer.
No te transplantaste en Argüelles; lo hiciste en Ciempozuelos, de donde un loco se escapó para invitar a bailar un vals a la Cibeles: el Vals que una aspirante a enfermera le hubiera encantado bailar con un joven bien plantado y elegante, pero algo pacifista.