miércoles, julio 04, 2007

El pueblo de mi padre tiene, en invierno, apenas noventa y ocho habitantes. Pero es de los pueblos que en verano pueden llegar a quintuplicar la población. Los que emigraron trajeron a sus hijos los veranos, nosotros, que nos hicimos amigos a fuerza de venir.
Los dos Robertos, mis hermanos, César, Ricardo, Jorge, Tomás, Javi, Diego, Ruth, Diana, Raquel, Ricardo, Mari luz, Zoila, Elena, mi prima, Almudena, Óscar, Marta... y más que me olvido. Lo pasamos muy bien juntos, haciéndonos, como esos otros chicos de verano azul, adultos según pasaban los agostos.
¡Qué pueblo más pequeño! Mi chica, cuando lo conoció me dijo que no era especialmente bonito ni se significaba por nada. Es verdad que su pueblo de Córdoba, tan limpio, de casas tan blancas y grandes decía mucho más que este adusto pueblo castellano mío. A cada cual lo suyo. Pero yo, siempre que voy a mi pueblo, cuando poco a poco atravesamos los cerros pelados y tristes hasta llegar a él, no puedo evitar el sentir una emoción especial, un enorme nudo en la garganta. Cierta pena porque esos veranos hayan pasado tan rápido. Porque, parafraseando el poeta, ahora soy un fue. Y cómo me fastidia. Yo soy (fui) un chico que veraneó en uno de los pueblos más pequeños y con menos encanto de toda Castilla. Sin embargo, yo fui inmensamente feliz allí en esos veranos pretéritos.
Me cuenta mi abuela que ahora hay una cuadrilla de chicos importante allí "Como la que vosotros teníais, hijo" Ya. Me alegro mucho por lo que están viviendo, con cierta envidia sana. Pero no puedo evitar sentir pena porque no somos nosotros. "Al final, las cosas quedan, la gente se va. Otros que vienen las olvidarán. La vida sigue igual", que diría un conocido cantante.
En fin.
Retomemos la historia: aquella noche estábamos toda la juventud del pueblo reunidos en el bar de Cirilo pensando en qué hacíamos esa noche. Yo tenía un sueño espantoso y por eso tuve que tomarme un café para espabilarme. Logré sacar a mi padre dos mil pelas, con lo que podría tomarme a gusto esa noche una buena cantidad de cerveza y quién sabe si algún cubata. La noche pintaba bien, tanto si nos quedábamos aquella noche en el frontón como si íbamos a Campaspero.
¡Qué guapas venían las chicas! Su laca en el pelo, su maquillaje, sus vestidos estupendos... En cambio, los chicos llevábamos nuestros vaqueros zaparrastrosos y las camisetas descoloridas; nuestro vestuario no daba para más. Salvo Roberto, que aquella noche llevaba una camiseta bien molona, como de raso, negra, y de letras doradas. Un poco de macarra:
-¿Te gusta, Opo? Me lo ha hecho mi madre.
- No sabía que tu madre cosía.
- Si, de vez en cuando me hace cosas guapas.
- Cambiando de tema: ¿ha venido ya tu hermano?
- Si, ahora baja. Es que está con Marta. Se están... Saludando.
Ni a Roberto ni a su hermano César les iba mal con el otro sexo. Los dos eran bien parecidos, quizá más guapo Roberto, con ese lejano parecido a Josema Yuste, el de los
Martes y Trece. En más de una ocasión alguna chica de mi pueblo me confesó estar un poco pillada por Roberto, y no era para menos: era un tipo encantador, muy atractivo... y alto. Mi hermano y Roberto quizá fueran los dos tipos más altos de la
pandilla. Altura de galanes de Hollywood, diría yo. Eso no dejaba indiferente, sobre todo cuando mi hermano se juntaba con mi abuelo, que no destaca precisamente por su estatura.
¿Está usted seguro que es su nieto?
y mi abuelo se sonreía. Nadie le gana en sentido del humor.
Ya estábamos todos en el bar. Tocaba decidir qué hacer: si quedarnos en el pueblo o irnos a la fiesta de Campaspero. Esto último tenía todas las papeletas de ser lo que ocurriera.