miércoles, noviembre 15, 2006

Cómo me gusta comer. Más que estudiar. Desde chiquitito. Siempre le digo a mi mujer que ella y sus hermanas han elegido a los hombres por tres rasgos en común: por lo que nos gusta comer, por lo que nos gusta hablar y porque tenemos el pelo castaño. Bueno, esto último es irrelevante, pero me faltaba una característica para completar la tripleta.
Lo bueno que tiene el ser de un país latino es que disfrutas de una gastronomía envidiable. Aquí estaremos gordos, pero todas y cada una de las lorzas que tenemos han sido producidas gracias a una alimentación de calidad. Encima, no hace falta ir a restaurantes caros para comer bien; en cualquier hogar una madre o un padre hace guisos excelentes. En casa de mis familiares, tanto en la parte natural como en la parte política se come fetén. Si un amigo me invita a su casa, no te imaginas lo que disfruto con las delicias especiales que te ponen por eso de quedar bien.
Mis cuñados, aparte de buenos comedores, son además buenos cocineros. Son los que llevan la cocina en sus respectivas casas. Yo, aunque también cocino, prefiero ser de los que me sorprendan al gusto. La comida hecha por mi tiene a mi propio paladar menos misterio que la comida hecha por otros. Es como una película pornográfica y otra erótica: en la porno todo se te muestra y pierde el encanto, en la erótica, todo se intuye y se te dispara la imaginación. Por ejemplo: si yo como unas croquetas hechas por mi suegra, la mezcla de sabores del conjunto hace que desaparezca el sabor de cada una de los elementos que componen la croqueta, de tal modo que forman una sinfonía deliciosa que lleva al éxtasis a mis papilas gustativas; sin embargo, si soy yo el que hago las croquetas, no saboreo más que un amasijo de harina, leche, huevo, cachos de pollo y jamón. El misterio se pierde. ¿Tú crees, amable lector, que la sensación que le produjo a Proust la magdalena empapada en té en sus papilas hubiera sido la misma si el hubiera tenido que hacerla antes, manchándose de harina y levadura, quemándose al sacarla del horno? Ni mucho menos: seguramente el placer de comer la magdalena hubiera desaparecido por el sacrificio de hacerla.
Dicen que los grandes tragones son grandes cocineros. No todos: aquí me tenéis a mí, gran tragón de morro poco fino que respeta tanto a los fogones que le gustaría no amancillarlos.
La lástima es que no puedo por eso de no poder irme a un rstaurante a comer todos los días o comer todos los días en una casa distinta ¡Qué morro tengo, lo reconozco!
Nunca mejor dicho,a nadie le amarga un dulce.
Me voy a casa de mi cuñado que ha preparado unas rosquillas.