Os aconsejo que leáis detenidamente un artículo que podéis encontrar en la bitácora "cruza la puerta" en la cual, en su entrada del cinco de octubre, hace una breve pero muy interesante reflexión sobre la autoestima (disculpa, Merche, por este pequeño plagio):
"Evidentemente, si nuestro ego necesita que los otros lo alimenten, nosotros también seremos alimento para el ego de los demás."
Hoy he estado tomando café con los amigos de toda la vida. Tocaba hacer repaso de la historia y anecdotario de la pandilla, hasta que la tarde se tornó grisácea cuando llegamos a ese amigo que un día se alejó: Juan Antonio. Sobre nuestras cabezas empezó a sobrevolar un pajarillo que era cría de la nostalgia y de la tristeza, pájaros que más vale no tener enjaulados y que de vez en cuando hay que dejar salir, si es que no queremos ser zombis desmemoriados.
Juan Antonio era de esas personas que eran un alimento para el ego de los que le rodeaban. No es que fuera adulador o zalamero; lo que pasaba es que tenía la rara habilidad de hacer sentir bien a quien estuviera con él. Pocas personas tienen esa capacidad, y es debido a que la mayoría de las personas estamos pendientes de nuestro propio ombligo, y en los ombligos no suele haber más que pelusas y algo de roña.
Juan Antonio no solía mirarse el ombligo porque tenía cosas más importantes en que pensar, como en disfrutar de la vida. Curiosamente, no era en las juergas donde Juan Antonio desplegaba todo su encanto, de hecho no se le podía calificar de juerguista. Nunca se quedaba el último: cuando él veía que le entraba sueño, cogía la zamarra y se iba. Los demás nos quedábamos muertos de sueño hasta las siete de la mañana, aunque desde las tres estuviéramos bostezando.
Cuando Juan Antonio era verdaderamente encantador era en los pequeños momentos cotidianos, cuando venía nuestra casa, tomábamos el aperitivo o íbamos a comprar ropa, entonces él era gracioso, agradable, ingenioso y muy, muy simpático. Te inflaba el ego sólo con su espontaneidad y el gran cariño que te transmitía. Me resulta curioso pensar que las cosas tan pequeñas que hace diez años hacía con él, como pasar una tarde escuchando música (era un gran entendido del pop anglosajón, además, tenía un gusto increíblemente bueno) o tomar unas tapas en el bar más cutre de mi barrio, se han convertido en marcas indelebles de mi memoria.
Desde luego, parafraseando a Merche, él ha sido "alimento de nuestro ego", sin adularnos ni una sóla vez, porque convertía los pequeños momentos de los que convivimos con él en instantes muy especiales.
Juan Antonio ahora está casado y tiene dos hijos. Ya no somos esos jóvenes hedonistas que andaban distraídos por la vida buscando momentos felices que vivir, pues otras son nuestras preocupaciones. No me cabe la menor duda de que Juan Antonio seguirá haciendo feliz a todo el que tenga la suerte de estar a su lado, que por desgracia no somos nosotros.
Tengo un poco hambre de autoestima, querido amigo.
domingo, octubre 07, 2007
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