domingo, diciembre 31, 2006


Mis suegros tienen una pequeña explotación agrícola con cuarenta olivos. La compraron hace unos treinta años cerca del límite que divide la Comunidad de Madrid con la de la provincia de Toledo. Se la compraron porque, tal vez, la nostalgia de su pueblo andaluz fuera más llevadera en una pequeña parcela para pasar los fines de semana. De hecho, se les iluminan los ojos cada vez que van allí. Mis suegros ya son ancianos, tal vez demasiado para llevar aquello; pero son felices en su pequeño terruño, en su casita, con sus olivos, sus espinacas y su aire limpio.
Pero esa cosa tan bucólica a mi cuñado y a mí nos pone cara de sota de bastos. Esa es la cara que se nos puso cuando nuestras respectivas mujeres nos dijeron:
-El sábado no hagas planes porque tenemos que ir a recoger aceitunas a casa de mis padres.
Pues hala: dos madrileños amantes de la polución a hacer de aceituneros altivos de Jaén.
Siempre que voy a coger aceitunas adonde mis suegros, no sé como los olivos no se ponen a temblar y se les caen las aceitunas solas. Porque desde luego, es para tenernos miedo. Por lo pronto, yo para varear cojo el palo del revés. Es decir, lo cojo por la parte fina y vareo por la parte gorda. Con ello consigo que caigan muchos ramones, que no son rockeros neoyorquinos que se han encaramado a los olivos, sino cómo llama mi suegro a las ramas que caen por pegarles excesivos palos al árbol. Cada rama caída son aceitunas que no tendremos al año siguiente. Varear es un trabajo que requiere de cierta habilidad, cosa que yo no tengo. Si los olivos tuvieran conciencia, seguro que me hacían la zancadilla con las raíces cada vez que paso al lado de ellos.
Y es que donde no hay no se puede sacar: ¡Qué pueden hacer mis suegros con un urbanita que pregunta por el enchufe de la azada! En fin, la ignorancia, que es muy atrevida.
Ante todo, un urbanita cuando va al campo tiene que ser humilde y receptivo para aprender nuevas cosas y confirmar aquello que aprendió en el colegio sobre el medio rural. Por ejemplo, yo aprendí en la escuela que los gallos cantan al amanecer. Efectivamente, un gallo vecino cantó temprano. A las seis. A las seis y media. A las siete. A las ocho. También a las tres. Comprobé no sólo que los gallos cantan al amanecer, sino que también pueden estar un poco zumbados.
El campo tiene también otras cosas buenas: que da hambre y que las cosas saben mucho mejor.
"Venga, a almorzar"dice mi suegra. Un almuerzo consistente en deliciosa y grasienta panceta, delicioso y más grasiento todavía chorizo, mucho pan y mucho vino. Volvemos un ratito a trabajar. "Os traigo unas cervezas, que estaréis sedientos". Cerveza y panchitos. "Venga, que ya es hora de comer". Cocidazo madrileño, bien regado con vino para entonar el cuerpo. Otro ratito más a trabajar. "El café ya está listoooo". Café y excelentes dulces navideños. "Joder, y eso que vine al campo para gastar trabajando parte de lo comido en navidades" Dice mi cuñado."Es que le campo da hambre" Le contesté yo.
Total, que llegó la hora en que los improvisados jornaleros terminamos la jornada. El manto de la noche empezaba a cubrir la parda meseta castellana. Era tiempo de llevar a la almazara el fruto de nuestro esfuerzo para que lo transformaran en ese oro líquido, el aceite, tan valorado por su calidad y tan caro por culpa de los italianos que entraron a saco a por el aceite español.
"joer Manué, pos sí que trae usté jornalero pa tan poca chicha"Le dice el encargado de la almazara a mi suegro. Y mi honrado y honesto Manuel hace ese gesto tan característico suyo de subir los hombro como diciendo "¡y qué quiere que haga!"
El problema de mis suegros es que tratan muy bien a sus peones y así pasa, que los devuelven a casa bien comidos, bien bebidos pero poco trabajados. ¡Si es que no se puede tener a la familia trabajando para ti!