miércoles, enero 31, 2007


Mi padre ha comprado en su pueblo un pequeño terreno con vistas a hacerse una casa. Ojalá su proyecto se haga realidad. Pero en caso de hacerse, dudo que mis queridos hermanos y yo podamos revivir esos magníficos veranos en el pueblo, que terminaron cuando poco a poco atravesamos la veintena.
Veranear en el pueblo es, como dice el libro de Espido Freire, cosa de la infancia de los mileuristas. El grupo nos dividíamos en dos: los que iban al pueblo y los que iban a la playa. Generalmente, los del primer grupo eran menos pudientes que los del segundo, pero desde luego, los que del primer grupo tuvieron la suerte de hacerse con una pandilla en el pueblo, tuvieron garantizada diversión total para los mejores años de su vida.
Lo he hablado con mis hermanos y con mi prima: como en el pueblo, ninguno de nosotros se lo ha pasado en ningún sitio. Madrid estaba muy bien con su Alonso Martínez, su Bilbao, sus bajos de Argüelles, su Huertas, etc, pero pocas veces he podido igualar el grado de diversión que conseguía en el pueblo.
Recuerdo que, siempre que volvía en septiembre, me entraba lo que luego se conocería como síndrome posvacacional. Me pasaba tres días atontado y deprimido. Echaba de menos mi pueblo durante todo el año. Lo mismo les pasaba a mis hermanos.
En el pueblo se experimentaba todo por primera vez: los besos, las primeras fiestas en pueblos de al lado, los primeros tragos de alcohol... todo era muy divertido y estimulante. De ahí viene mi afición a las ferias con su orquesta, que cuanto más cutres mejor. Mis amigos de ciudad, cuando me ven bailando el Paquito chocolatero con el cubata en ristre en una fiesta humilde de barrio, lo hacen con una total perplejidad y llegan a decirme que cómo me puede gustar tamaña cutrez. Pues me gusta, porque me trae recuerdos muy gratos y porque me fastidia que ya no tenga algo igual en los veranos.
Casi todos los miembros de mi pandilla ya no van al pueblo, como tampoco voy yo. Es curioso, los de la pandilla de los que eran un poco mayores a nosotros van casi todos, a lo mejor porque ellos se han resistido a abandonar a Peter Pan, qué se yo, pero lo cierto es que ni mis amigos, ni mis hermanos ni yo hemos vuelto a ir a un pueblo al que terminamos queriendo, pese a criarnos en ciudad.
A los de mi pandilla nos pasaron cosas terribles, auténticas tragedias que nos diferencian de otras pandillas y que me duele recordar aquí. Eso debería ser razón para juntarnos, pero tal vez es lo que nos desune, porque lo malo de vernos es que no sólo hay lugar a la risa, sino también para las lágrimas. El pueblo era para nosotros la vida misma condensada en frasquitos de treinta días.
Si mi padre se hace la casa, sé que la hará para sus nietos. Mi tiempo del pueblo, para mi desgracia, ya ha pasado y busco la felicidad en otras cosas. Pero decidme: qué remedio tenéis vosotros para controlar la nostalgia de los veranos pasados.