No sé qué hora me marcarán debajo, pero yo os aseguro que la hora en que escribo esto es exactamente las dos menos diez.
Hoy he seguido con la rutina de siempre: levantarme pronto y estudiar, pese a que ayer me quedé hasta tarde jugando a un videojuego.
Lo confieso: soy adicto a los videojuegos. Y concretamente, me gusta el más amoral de todos: el GTA San Andreas.
La cosa va de que tú eres un delincuente de los suburbios más malo que un dolor y no haces más que matar y matar, conseguir dinero mediante todo tipo de fraudes y huir de la policía y de los rivales. Hace todo tipo de misiones sembrando el caos y la destrucción. Vamos, que está para que le canonice el papa de Roma.
El juego tiene justificada fama, y aunque esté mal que yo lo diga, es realmente bueno. Técnicamente, es impecable y tienes una sensación rara y algo alucinante de que está paseando por las calles de una gran ciudad, sólo que desde la pantalla de tu ordenador.
Mi sobrino, que tiene trece años, me lo ha pedido, pero yo le he dicho que ni flores porque si jugáis aguna vez comprobaréis que no es un juego para niños. Más bien para treintañeros inmaduros, como un servidor.
Ahora que tengo cosas más serias entre manos, restrinjo el uso a las horas que antes dedicaba a la televisión, es decir, por la noche, porque sino puedes llegar a perder una tarde de estudio por una misión que se te atraganta.
Lo malo es que también te puede arruinar la vida sexual.
Cariño, te juro que no me vuelvo a enganchar a otro juego.