miércoles, julio 25, 2007


Quienes me han leído con cierta frecuencia saben de mi gran simpatía hacia los supermercados, los grandes centros del frío en verano y del calor en invierno. Hoy a acrecentado más si cabe mi simpatía por un hecho del cual he sido testigo y que me ha llevado a la reflexión de estas pobres líneas que más que mías son vuestras:
En la sección de panadería, estaba el jefe de la tienda y una empleada. El jefe estaba muy preocupado porque la empleada no había repuesto el género de la panadería, y lucía el establecimiento pobre, sin esa imagen de abundancia con la que nos quieren llenar los ojos para comprar más y más.
La situación estaba tensa, pero ellos hablaban casi entre susurros. Yo había tenido vivencias similares, pues varios episodios de mi vida los he pasado entre estanterías y cámaras frigoríficas, escuchando soporífera música ambiente, odiando la voz que por megafonía anunciaba las ofertas, odiando más todavía la voz de mi jefe diciéndome que espabilara, que había mucho por hacer; sabiendo que la trastienda de un supermercado era mucho peor que sus luces y colores de tienda, que ese aire acondicionado que refrescaba a los clientes y congelaba a los empleados. Empecé mi vida laboral trabajando en un sitio así, y no lo olvidaré mientras viva. Dios quiera que no tenga que volver a trabajar de nuevo en ellos, aunque en esta vida, nunca se sabe lo que se tiene que llegar a hacer (o repetir) por supervivencia.
La chica estaba blanca de miedo. El jefe, soltando bilis susrrante por la boca: "Vamos, espabila. Yo no sé cómo puedes tener esto así""Te estás ganando el irte a la puta calle. Me vuelvo a encontrar el puesto así y te juro por mis muertos que no vuelves a trabajar aquí""Tú cuando espabiles, no vas a ser de las más listas""Os pensáis que la vida es de color de rosa, y nada de eso" Al oir esto, ya no pude más: en tono de burla, repetí sus últimas palabras, bien audibles y burlescas, imitando su insufrible voz de pito: "La vida no es de color de rosa, la vida no es ce color de rosa" Calló el pedazo de bestia. Una de las máximas del empleado de un establecimiento es que lo que dice un cliente va a misa, y ahora jugaba con ventaja y gané: dejó de increpar con lengua bífida a la muchacha.
Vaya sí sabía la pobre que la vida no es de color de rosa. Sufriendo humillaciones como esa, por un sueldo miserable, se sabe hasta latín. No hay quien vea una rosa en esa situación. Como mucho, las de plástico de la estantería cercana a la sección de menaje, pues otras rosas no había; las naturales se congelarían con el aire acondicionado, esa misma que acrecenta las ganas de comprar a los clientes fresquitos. En un supermercado no crece nada, todo está muerto y los besugos de la pescadería te miran con cara de pena como diciendo que por favor, que bajen el aire acondicionado.
Me dirigí a la salida. Sabía, por experiencia propia, que esa chica tenía los días contados. No sabía si alegrarme o sentir pena por ella. No hay peor forma que entrar en los supermercados actuales que como empleado, salvo en honrosas cadenas.
La lástima es que no hay una puñetera tienda de ultramarinos donde poder comprar mi comida; la lástima es que quién sabe si tendré que recurrir a ellos otra vez para ganarme el pan; la lástima es que en caso de volver me volverán a enseñar, por enésima vez, que la vida no es un camino de rosas.
Ni que decir tiene que le deseo lo mejor a esa chica. Sin embargo, su jefe está condenado. Está más muerto que los besugos de la pescadería y que las rosas de plástico.