jueves, marzo 13, 2008



Oí un tiro.
Era un conocido mío que disparaba con su fusil desde un cercado.
-¿a dónde disparas?
-disparo al sol.
Atardecía y el astro estaba anaranjado.
-¡Es absurdo!
-¿Tú crees? Pues mira como cae, abatido. Otro tiro más y la oscuridad será eterna.
-El sol no se cae, se pone. Estás haciendo una cosa muy peligrosa y puedes herir a alguien que pase.
-Al único que quiero herir es al sol. Matarlo.
-¿Por qué quieres hacerlo?
-Porque soy hombre y eso me hace poderoso. El ser humano es poderoso.
-Eso no es verdad. Hay cosas que no podemos hacer. Como apagar el sol.
-Sí podemos. Es el triunfo de la voluntad.
-No podemos. Eso lo dijeron aquéllos que querían jugar a ser dioses.
-A mí mis padres me inculcaron de pequeñito que yo era Dios. Ahora lo que quiero es que el sol muera.
-Si lo consiguieras, morirías tú también.
-Yo no. Yo soy dios.
-Me parece que te estás engañando a ti mismo. Como todos.
-¿Como todos? ¿Quiénes?
-los que creen que son especiales y poderosos; los juegan a ser dioses decidiendo sobre la vida y la muerte de sus semejantes.
-Yo soy mejor que ésos que tú dices. Yo seré capaz de matar a un rey.
-¿De qué me hablas ahora?
-De matar al rey. Del firmamento.
-Te estás engañando ¿Qué tenemos que hacer los hombres para dejar de engañarnos?
Apunta otra vez. Dispara. El sol está cada vez más bajo. Nada fuera de lo común. El problema es que el loco tuviera razón y no volviéramos a ver el amanecer. Mi mano se va a la cintura buscando un arma inexistente. Me entraron ganas de ayudarle a matar el sol.
¿Me estoy volviendo tan loco como él?
Decidí irme a casa. Pensé que eso hombre en realidad no está loco. Hace lo que la humanidad entera: desafiamos a los elementos creyendo que podemos decidir sobre su destino. Pero no. La naturaleza nos sobrevivirá por muchos tiros que metamos.
Al día siguiente, el sol saldría otra vez.
Como cuando muera el último de nosotros.