domingo, mayo 13, 2007

En España existe la costumbre del ajuar. El ajuar es, básicamente, el conjunto de ropas y enseres que se preparan o compran para un naciente hogar. Normalmente, es la familia de la novia la que procura hacer el ajuar del nuevo hogar. Mi suegra, que ha estado cosiendo toda la vida, nos proporcionó multitud de toallas y sábanas, todas de hilo. Lo malo que tanto arte y mimo puso en ellas que da grima usarlas, y sospecho que pasarán a nuestros herederos, pues mi mujer me mataría en caso de limpiarme la axila gorilera con alguna de ellas.
Lo de la costura no es cosa que se haya ejercido demasiado por parte de mi familia biológica, y menos en la parte masculina. Ruego nos juzguéis con misericordia y no nos llaméis machistas: os prometo que nos estamos adaptando a los cambios que con justicia se están introduciendo en las costumbres sociales lo más rápido que podemos. Reconozco que aún nos queda mucho por hacer. Yo, por ejemplo, ya coso los botones, aunque he de confesar que duran en las camisas lo mismo que si los pegara con pegamento de barra.
La familia de mi chica es bastante más mañosa que la mía: lo mismo te hacen finísimos cuadros en marquetería que graciosas figuras en arcilla; lo mismo te cosen en punto de cruz que te hacen lagarterana. Sin embargo, en mi familia no hemos pasado de la plastilina y los muñecos de trapo, y entendemos como hacer lagarterana el asustar a los lagartos.
Todo esto estaba pensando cuando después de ducharme me he dirigido a la cómoda a coger unos calzoncillos, y un millar de éstos me han saltado a los ojos en cuanto he abierto el cajón abarrotado.
Llevo tres años casado: pues son justo esos años los que llevo sin comprarme ropa interior.
Antes de que me tildéis de guarro, os diré que mi madre, por afán de contribuir al ajuar que nos estaba haciendo mi suegra, se dedicó a comprarme calzoncillos a mansalva; desde entonces jamás he tenido que comprar uno. Me regaló cientos calzoncillos de batalla, sin pretensiones. No son en modo alguno como los finísimos Calvin Klein, que se usan en combinación con pantalones de tiro bajo para enseñar el elástico donde sale la marca calzoncillera en letras bien grandes, indicando a toda la humanidad que te gastas 30 euros en carísimos suplentes del papel higiénico.
Mis calzoncillos son los clásicos, de algodón, y no me hacen nada sexi. No son calzoncillos para enseñar, no son calzoncillos de pasarela: se mueven mejor en la oscuridad que entre las luces de los focos y creo que son muy desaconsejables para la ceremonia del cortejo, aunque mi mujer no se haya pronunciado al respecto. En definitiva: son los calzoncillos que compraría una madre. Una madre nunca ve el lado sexi de su hijo, aunque éste responda por Brad Pitt.
En fin, allá por el año 2045, cuando por fin acabe mis reservas de calzoncillos, que son el equivalente en mi dormitorio a la epidemia de conejos que un día asoló los campos australianos, procuraré comprarme piezas finas y elegantes, que acaso hagan con letras luminosas para que destaquen bien encima del pantalón. Pero ya me puedo quitar la idea de la cabeza: como las toallas de mi suegra, me temo que los calzoncillos míos son para toda la vida.
¡Vaya costumbre la de hacer el ajuar!