jueves, julio 12, 2007

Me retracto: la vida no es una mierda, sólo quería que llegara pronto la ambulancia.
Las curas de emergencia eran sin duda insuficientes para lo que necesitaba Roberto. Empecé a maldecir la Castilla de mis antepasados, esa Castilla que en muchos aspectos todavía tenía que progresar. Estábamos en medio de la nada y la ambulancia era un Godot con motor de explosión
Pero por fin llegó. Estaba tan hundido, que no pude evitar pensar que ya para qué venía. Mi amigo estaba en plena agonía, y dos horas era demasiado tiempo de espera. Demasiado tiempo. Los conductores de la ambulancia nos dijeron que le llevarían a Segovia capital. A sesenta kilómetros de donde estábamos. Una hora por esas carreteras asquerosas.
El sol había salido. Hay una sentencia que dice: "Ni el sol, ni la muerte pueden mirarse fijamente." Es mentira, pura mentira. El sol de Castilla se vio con la muerte. Con la de mi querido, amado amigo Roberto.
Nada pudieron hacer por él los médicos. Uno lloraba de impotencia por ver cómo se marchaba un joven que principiaba en la vida. La autopsia que le hicieron en horas psteriores reveló que Roberto estaba totalmente destrozado por dentro, y aunque hubiera sobrevivido, lo hubiera hecho como un vegetal, siendo sólo una leve sombra de lo que fue.
En esa carretera dejó dieciocho años, y sus amigos dejamos la inocencia. Su madre y su hermano dejaron algo más: las ganas de vivir. Fueron los que más perdieron y a los que sobre todo va dedicado este relato, que no es otra cosa que el recuerdo perenne del que fuera uno del mis grandes amigos hechos verano tras verano.
A otra persona que se le arruinó la vida fue al conductor del coche: nunca sabremos con certeza qué le pasó aquella noche, sólo puedo dejar constancia de que la policía le hizo pasar un control de alcoholemia y el chico no dio positivo: no bebió apenas nada.
Sólo el sabe lo que ocurrió aquella noche: puede que la fatiga hiciera que se durmiera al volante y se encontrara en medio de una curva al despertarse, o puede que se asustara al cruzarse un animal en su camino. Nadie me dijo nada de lo que le pasó. Él y los demás ocupantes salieron prácticamente ilesos, sin apenas heridas o lesiones. Roberto se llevó el daño de todos.
Trece años. Hace ya trece años que esto aconteció. Muchos de los chavales que forman las pandillas de mi pueblo ahora nacieron por esas fechas, y juegan y se ríen juntos y empezarán a irse de fiesta a los pueblos cercanos como lo hacíamos nosotros. Y nosotros, ya treintañeros, que ya no vamos al pueblo, que ya casi se nos olvidan las caras de los unos y los otros, que dejamos a uno de los nuestros en el camino... ya se nos pasó el tiempo de jugar...y la inocencia.
La historia podía haber sido muy distinta, porque hacer cualquier cosa insignificante podría haber cambiado el destino de Roberto: que entre todos hubiéramos decidido quedarnos en el pueblo, que hubiéramos vuelto un poco antes, que el conductor se hubiera tomado un café, que hubieran puesto la música del coche más alta, que se hubieran quedado en Coslada... Son tantas las pequeñas alternativas que podían haber salvado la vida de Roberto, que asusta pensar que en el fondo la vida (y la muerte, como parte de la vida) esta sólo hecha de pequeñas insignificancias.
Roberto, te recordaré siempre. Me encantaría volver a reunir a la pandilla otra vez, hoy dividida porque cada uno tomó su camino y que te recordáramos juntos, aunque creo que ninguno de nosotros te ha olvidado. Seguro que no. A todos nos han pasado cosas buenas, cosas similares a las que tú hubieras vivido: ahora podrías tener un hijo, o dos o tres o simplemente, ser un soltero feliz y don Juan. Pero cualquiera de las dos cosas ya no son para ti. Como ninguna otra insignificancia feliz, maldita sea.
Quise contar esta historia como si fuera un cuento, porque para mí los cuentos no son otra cosa que una narración en la que los personajes pierden su inocencia. Y vaya si la perdimos, en ese agosto, en esa llanura castellana.
Ya te he dicho adiós muchas veces, amigo mío, pero nunca te vas. Así debe ser. Así será siempre.
Cuántas veces habré escuchado esta frase dichosa: ya nada se puede hacer. Y es verdad; ya nada se puede hacer, sólo escribirlo, que es bien poca cosa y a veces pienso si esto tendrá sentido. Lo que ocurrió, ocurrió y nada puedo hacer por cambiarlo. Qué insignificantes que somos y lo fácil que es apartarnos del camino.
Si os digo la verdad, a partir de este punto de la historia, todo lo recuerdo como una de las peores pesadillas que jamás he tenido. Lo bueno que tienen mis pesadillas es que las olvido fácilemente, mientras que tengo una memoria muy buena para las fruslerías, tanto oníricas como reales, de la confitería del recuerdo. Poco sitio hay para los productos amargos como éste. Desgraciadamente lo hay. No lo quiero recordar, lo quiero tirar, pero sigo guardándolo en un estante perdido del almacén de la trastienda de mi dichosa tienda.
Amanecía en esa parte del campo llano de Castilla. Dos pequeños Clíos avanzaban, a buen ritmo. Yo iba en el primero, en el que conducía César. Detrás, siguiéndonos, iban en el otro auto Tomás, Roberto y los amigos de este último.
No recuerdo qué canciones sonaban en la radio. No recuerdo de qué íbamos hablando. Sólo recuerdo un inmenso mar de campos recién cosechados y el sol ardiendo. Recuerdo que tenía ganas de que los cuarenta kilómetros de malas carreteras los recorriéramos pronto y poder meterme en la cama. Y otra cosa: empezaba a hacer calor en el pequeño habitáculo del Clio. También recuerdo que César no corría, pues era momento de tener precaución. No era para menos: la vía no era buena. Un ojo puesto en la carretera y el otro puesto en el retrovisor para ver si el otro pequeño Renault, donde iba su hermano, nos seguía. La cosa iba bien, hasta que en un abrir y cerrar de ojos perdimos el coche. "Joder, ya no les veo: aminoraré la marcha""Asómate por la ventanilla, a ver si les ves""nada tío" "¿qué ha pasado?""¡Qué hacemos?""Pues yo qué sé...Creo que lo mejor que podemos hacer es darnos la vuelta"
César hizo un cambio de sentido y entonces, después de recorrer unos pocos cientos de metros, vimos que un pequeño Clío destrozado, humeante. Se notaba que había dado vueltas de campana, pues tenía todo el habitáculo deformado. Había un chico tumbado boca abajo, llorando en medio del secarral: el conductor. Otro estaba llorando sentado, tapándose la cara. Mientras, Tomás se desgañitaba para parar un coche que pasaba en ese momento. Se montó tan deprisa que no se dio cuenta de que nosotros llegábamos al lugar del accidente. Se fue a buscar ayuda. Faltaba alguien en el cuadro. ¿Dónde estaba Roberto? De repente, esa nebulosa fruto del alcohol y del sueño se me pasó de un plumazo: sobresaliendo entre los hierros retorcidos del coche, vi un cuerpo que colgaba de cintura para arriba de la ventanilla, que llevaba una camisa negra de raso con letras doradas que me era muy familiar. Dios mío...
Otros antes que yo se habían dado cuenta del cuerpo que colgaba por la cintura en la ventanilla trasera del coche. Se apresuraron a ponerlo sentado dentro del habitáculo. Nadie allí teníamos idea de cómo tratarle, de cómo aplicarle primeros auxilios... ¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer con él?
Entonces no había móviles. Sólo contábamos con que Tomás, que había ido al pueblo más cercano, encontrara rápidamente un puesto de socorro que pidiera una ambulancia, y que ésta se encontrara cerca del lugar del accidente. Los segundos se hacían minutos y los minutos, horas. Dios mío, ¿es que nadie podía socorrer a mi amigo? César estaba fuera de sí. Recuerdo que le intenté abrazar, pero estaba lleno de ira y de impotencia, ¿Qué podía hacer él por su hermano? Roberto estaba sentado allí, en el habitáculo maltrecho, como dormido. Nadie de los que nos encontrábamos allí podíamos hacer nada por él. Pero había esperanza: estaba vivo, gemía un poco, tal vez, si llegara la ambulancia pronto... Pero sus heridas, tenían tan mal aspecto...la del brazo izquierdo era horrorosa. Después supe que fue el peor de los daños estaba en esos sitios de su cuerpo que nosotros no podíamos ver.
¿Por qué tardaban tanto? Hace tiempo que se fue Tomás a pedir ayuda. Dios mío, tenía que ocurrinos en esas carreteras de mala muerte...Alrededor todo es campo, campo y más campo. No corre una brizna de aire. Todo signo de civilización a la vista es un tractor que se veía a lo lejos. Noto que me asfixio, maldita sea...Tengo que calmarme...Esto no puede estar ocurriendo... ¿POR QUÉ NO VIENE LA PUTA AMBULANCIA?
Todos nos alternábamos para dar palabras de ánimo a Roberto. Tienes que vivir, tienes que vivir, maldita sea. Es un crimen que un muchacho de dieciocho años se deje la vida entre los hierros de esa lata de sardinas que era el Clío. Le susurraba a mi amigo. Por favor, lucha ¡LUCHA, ROBERTO, LUCHA, POR LO QUE MÁS QUIERAS!
Poco a poco, aquello se fue llenando de coches. Eran de la gente de mi pueblo que como nosotros, volvían tarde a casa. Veía a chavales que se hacían los tipos duros en circunstancias normales llorar como magdalenas. Veía cómo en el fondo hace una hora no éramos más que chiquillos que sólo pensábamos en divertirnos, y esto era el mundo real, el de mi pobre amigo yaciente entre un amasijo de hierros que apenas si había cruzado el umbral de la puerta de la madurez. Qué pequeño me sentía entonces, qué insignificante e idiota me sentía, que insignificantes me parecía mi vida de tan sólo unas pocas horas antes. Pero cuánto echaba de menos esa despreocupación, ahora que Roberto está sufriendo, en mala hora dijimos de venir a Campaspero
Eran las ocho y cuarto, y empezaba a odiar enormemente a ese maldito Clío de chapa endeble que apenas si pudo proteger a mi amigo. Éramos una veintena de personas medio zombies, deambulando, impotentes. El conductor no se había movido en ningún momento, sollozaba y sollozaba y no decía más que frases ininteligibles.
La petición de auxilio de Tomás tuvo su efecto y vino un coche policial de atestados y una furgoneta que tenía toda la pinta de ser una ambulancia. Por fin, Roberto, es posible que te salves ¡Gracias a Dios! Roberto, te van a llevar al hospital y te vas a poner bien...
¿La protección civil? ¿Por qué no había venido un médico con ellos?
Nos explicaron que ellos poco podían hacer ante esta situación. Se había llamado a una ambulancia que llegaría de Cuéllar, el pueblo más grande de la zona, y el único con un centro sanitario en condiciones. Yo le pregunté a uno de ellos si había lugar para la esperanza. Se encogió de hombros y me dijo "eso lo sabremos cuando le vea un médico" Maldita sea nuestra suerte
Mientras, los de atestados interrogaban a los testigos más inmediatos del accidente sobre lo que había pasado. Pasaban los minutos y esto cada vez tenía un cáriz más oscuro. Pero que muy oscuro. Y no por las consecuencias penales para el conductor que en aquellas circunstancias, ni a él mismo le importaba lo que pudiera pasar.
Eran las nueve de la mañana y ninguna furgoneta había venido a llevarse a nuestro Roberto.
Mierda de vida.