lunes, octubre 22, 2007

Hoy, en el metro, vi a un hombre que fue mi jefe. Tenía algunas canas más, pero supe quién era inmediatamente. Sin embargo, él no me reconoció o no quiso reconocerme, y eso que salí de la empresa no hace más de seis años.
Él fue mi capataz bastante tiempo. Era un hombre menudo, con bigote, de trato afable.
Alguna vez comimos juntos en la cafetería. Era de agradable conversación que solía salpimentar con muchas anécdotas, pero no sé si tenía buena memoria. En cualquier caso, yo era uno más a sus órdenes. Un número. Otro trabajador temporal más. Él, sin embargo, está fijo. Entró en la empresa cuando las condiciones contractuales eran bastante mejores que cuando entré yo, cuando lo normal era que si tú eras una persona decente y trabajadora te acabaran haciendo fijo. En cambio, cuando entré junto a otros trescientos temporales más, la moda era (y es) despedir sin más contemplaciones a los trabajadores en cuanto se sacaba del apuro a la empresa. En nuestro caso el apuro se llamaba Euro y la empresa, Fábrica Nacional de Moneda y Timbre.
La FNMT suele tratar muy bien a sus trabajadores. Es de las empresas públicas que mejor paga y por si fuera poco, en navidades regalan una cesta de navidad que ya quisieran muchos "de la calle", como despectivamente suelen decir los operarios de la fábrica. Las cestas de los trabajadores traían whisky de malta, jamón de buena calidad, queso curado y muchas más exquisiteces. Los temporales también teníamos derecho a los buenos salarios y a las cestas de navidad, pero como nuestro propio nombre indicaba, era de forma temporal. En eso, quizá lo más importante, no nos trataba tan bien.
Le quedan pocos meses a mi exjefe para tener su cesta, que más que cesta es cuerno de la abundancia. Como tiene trienios y categoría superior, cobra lo que dos mileuristas, sino más; su máxima preocupación para el año que viene es dónde alquilar el apartamento o si va a ir el resto de las vacaciones a su pueblo o al de la mujer. Yo, por mi parte, no le envidio. Francamente. Envidiar significa desear que a alguien dichoso se le acabe la suerte; yo no quiero que acabe su suerte, pero no hubiera estado de más que él nos hubiera ayudado a los temporales a su cargo a cambiar la nuestra.
Cuando pasó por mi lado me miró a los ojos un breve instante y rápidamente apartó la mirada. Fue un destello en el que pude percibir que mi cara le era conocida ¿Se acordarán los capataces de todos aquéllos a los que tuvo a su cargo? No lo sé.
Como tampoco sé si en ese breve instante que me miró tuvo el más leve remordimiento de conciencia.