sábado, diciembre 23, 2006


Hoy os voy a hablar de un hombre bien hecho pero mal rematado, de un enebrador de palabras, de un hombre de valles y de montañas. Voy a hablar del poeta un poco cansado.
En un lugar recóndito de la Castilla rural de la posguerra nacieron dos mellizos: un niño y una niña. La niña nació bien, el niño, también, Pero con las manos retorcidas. El galeno no sabía el por qué de esa deformidad. Entonces la ciencia no llegaba a tanto como hoy. Se hicieron muchas suposiciones y conjeturas, que me resisto a poner aquí porque cualquiera de la que vosotros penséis es tan válida como las que hizo la poca ciencia que había dejado la guerra.
El niño llegó en una mano con sólo dos dedos y en la otra con los cinco aplastados. Un verdadero trauma para un matrimonio de agricultores de Castilla, que, como tantos otros, sólo contaban con las manos para ganarse el sustento: manos para la azada, para el ordeño, para la guadaña, para amasar el pan. En la rural y vieja Castilla un hombre con malas manos o sin ellas era un hombre perdido para el futuro. Su vástago no tenía bien las fundamentales herramientas del labriego. Desde aquel momento que el pequeño nació, decidieron ponerle a estudiar y que tuviera un futuro con los libros. Iría a la ciudad, pues el pueblo no es lugar para las manos de ese niño.
El niño fue creciendo, y aprendió a querer a los fresnos, los álamos, las golondrinas, los grajos, los jilgueros, los cerros y las piedras de su pueblo. Aprendió a respetar a los ancianos que sentados estaban en las portadas de las casas, a las mujeres con barro hasta las rodillas. Aprendió a querer al sol, la luna y el aire, como diría ese poema de Alberti. Quiso, en definitiva, la tierra que le vio nacer y con la que soñaría tantas veces en la habitación de una gran ciudad que, con su mar de civilización, nunca podría sustituir a un riachuelo rebosante de berros en sus orillas.
Creció y se divirtió con otros niños de su pueblo, que acostumbrados desde siempre a sus manos rotas, nunca le menospreciaron por ello. Demos todo el valor del mundo a este hecho, pues es cosa difícil de conseguir el respeto de los niños, entonces y ahora. Él peleó por ese respeto y se divirtió con los demás zagales. Todos los amigos que tuvo entonces los tiene ahora hoy . Tuvo, sobre todo, el amor de sus dos hermanas y de su hermano, que aún hoy le siguen amando incondicionalmente. Fueron cuatro Abeles y ningún Caín.
Si algo teme el castellano, éso es al mañana, y los padres de ese niño, llevados por el amor pero también por el miedo al porvenir, decidieron que le tocaba a hacer el bachillerato en la ciudad. Eso requería una inversión importante de dinero, aunque pobres, su hijo de manos rotas debía tener un futuro. El niño tenía marcharse a buscar su sostén lejos de una azada. La tarde de antes de la partida, él y sus hermanos lloraron hasta tener los ojos hinchados. Encima de ellos, las golondrinas hacían las últimas acrobacias del verano. No sabía cuándo volvería a verlas. Una madre también lloraba en silencio mientras cosía. Un padre pedía el vino en la taberna con la boca más seca que otras veces.
Pasaron algunos inviernos y cursos, y muchas tardes, el niño subía la vista de los libros porque se acordaba de su pueblo. Más de un suspenso le cayó por culpa de la nostalgia. Pasaron más años todavía y el niño se transformó en un adolescente en el que principiaba la elegancia: era guapo, de dulce caída de ojos. A partir de entonces, ninguna mujer se fijó en sus manos sino en sus ojos. Desde los dieciséis años, cuando iba los veranos a su pueblo, siempre hubo quien le arrancara gemidos a la orilla del río.
Y bueno, ya sabéis como sigue la historia de Don Juan, que de todo hubo y con todas se las vio. Noches y más noches citándose con Venus. En algunas ocasiones, viviendo un vodevil en un armario. Alguna mujer mayor llamándole crápula y sinvergüenza. Por haber, hasta monjas sé que hubo. Pero este Don Juan fue honrado y aunque en muchos lechos estuvo y muchas conquistas hay en su haber, siempre confesó con algo de humildad que nunca conquistó y siempre fue conquistado. Que él siempre cuando salía nunca sabía si iba a acompañar alguien en alguna cama: quienes lo sabían era las mujeres con las que se iba a encontrar aquella noche. No ligamos, nos ligan, siempre me decía, cuando yo tenía dieciocho años y más interesado estaba en el ars amatoria.
Sirva de ejemplo para los que creen que el atractivo pasa por un quirófano. Las manos rotas de un poeta siempre encontraron un pecho ardiente al que tocar.
Terminó sus estudios y se puso a trabajar. LLegó el momento de sentar cabeza y casó con una vasca cosmopolita y burguesa, con la que tuvo dos hijos. Aunque poeta, montó negocios que en un principio fueron bien. Se aficionó a los viajes, a los buenos restaurantes, a la ropa cara. Fue un cuarentón con estilazo y aunque casado, todavía cotizaba en el mercado de los Tenorios. Si os he de ser sincero, no sé si alguna vez cometió infidelidad, pero como no me consta y lengua viperina no tengo, diremos que los suspiros que arrancó entonces fueron hechos en posición vertical y no en horizontal. Salvo a los de su mujer, claro está.
Desgraciadamente, vino la cuesta bajo y sus negocios, como los de tantos otros, quebraron por la crisis de los noventa. Se quedó, como dice la canción de Sabina, "vencido, calvo y tieso". La ciudad que un día conquistara le cerró sus puertas y aunque amaba a su mujer, las cosas comenzaron a ponérsele muy difíciles a ambos, con el agravante de ser personas en una edad mala para que les cojan en alguna empresa. No pudo encontrar trabajo y su pensión por minusvalía no alcanzaba para mantener un hogar. Gracias a que sus hijos estaban en edad de trabajar, pudieron salir adelante. Vendieron su casa, y el dinero que les dieron por ella sólo sirvió para pagar deudas. Otra historia triste de cómo una familia de clase media deviene en clase baja. El resto, ya os lo podéis imaginar: después de la separación, el poeta decidió volver a su pueblo, a la casa donde pasó sus primeros días de manos rotas.
"estos parajes me perteneces,
aquí abrí mis ojos al mundo
a cielo, al sol, a mis afectos,
aquí soñé con ser un pájaro,
soñé con llegar a viejo
y ser grande como mi abuelo..."
Parafraseando una vez más a Sabina: "y sin dejar de ser el mismo el sabio, que para hacer poesía, sólo tenía que mover los labios..."
Nuestro poeta respira los vientos de su pueblo y los transforma en negro sobre blanco. Es un fue, un será, pero lo mejor de todo, es un es. Después de todo lo que ha pasado y de todo lo que ha sufrido, está en el sitio del que nunca se quiso ir.
Lo siento, pero dejo esta historia inconclusa. Si queréis saber más, preguntad en un viejo pueblo de Castilla por un rapsoda de ojos tristes, de manos y vivencias rotas.