martes, noviembre 27, 2007

Un fin de semana del verano pasado fui con mis padres y mi hermano al pueblo de mi padre, donde todo parece transcurrir más despacio y el ambiente invita al relajo y a la meditación. Desde luego, es el mejor sitio para pensar, conversar o filosofar, cualquiera de esas cosas que son tan difíciles de hacer en medio de la vorágine de la gran ciudad. A mí por eso me gusta el pueblo, aunque ya casi no voy nunca. Echo de menos esas cuatro piedras castellanas.
Corría el mes de agosto y nadie de mi pandilla estaba allí. Nos hemos hecho mayores y ahora nuestras vacaciones no duran dos meses. A veces, ni uno. Y no siempre en agosto.
Fuimos mi madre, mi hermano y yo, después de dar un paseo nocturno, al único bar que hay en mi pueblo. Pedimos tres cafés. Recuerdo que yo lo pedí solo, en homenaje a los cafés que me tomaba para combatir el cansancio derivado de estar de fiesta en fiesta en mis años juveniles. Menudas juergas nos hemos corrido los más zascandiles, trapisondistas y calaveras que hayan existido en toda la meseta castellana. Pero el bar que fue punto de reunión en el pasado para ir de fiesta, estaba vacío. Sólo unos pocos parroquianos que jugaban a las cartas. La dueña del bar después de ponernos los cafés, se quedó dormida de pie. Nos pudimos ir sin pagar de haber querido. Pero nos hubiéramos enfrentado a la vergüenza pública. En el pueblo todo el mundo nos conoce y la dueña podía llevarnos la cuenta a nuestra propia casa.
Parecía mentira que fuera agosto y estuviera así. No ha más de diez años, que en un día cualquiera del verano, ese mismo sitio era un hervidero de adolescentes a la busca de un coche que les llevara a las ferias de los pueblos cercanos.
Nos sentamos en una de las vacías mesas que estaban fuera del local. La noche, sin luna y sin nubes, presentaba un panorama de estrellas que según parece, nos miran desde hace un millón de años, a decir por los expertos en la materia. Y llegó ella: la chica más guapa de mi pueblo, por la que suspirábamos todos en mis tiempos de adolescente.
Pero los años no pasan en balde: seguí teniendo su belleza, pero las arrugas comenzaban a principiar en su cara. Empezaba, además, a tener bolsas en los ojos. Ella, que es la flor de la maravilla del jardín de mi pueblo admirada por todos, sometida como es natural a la dictadura del tiempo. Recuerdo que era de la otra pandilla, algo mayores que nosotros, lo que le daba un aura especial e inalcanzable , en una edad en la que una mujer tres o cuatro años mayor que uno era tiempo insalvable. Ahora no. La diva estaba sentada con nosotros tomándose un café. Pese a los años pasados, aquello parecía mentira.
Los cuatro hablamos de cosas insustanciales. Pero siempre,al cabo de tres o cuatro frases, ella se apresuraba a decir a mi madre: "no aparentas la edad que tienes ¿Cómo lo haces para estar tan bien?" Lo cierto es que mi madre aparenta menos edad de la que tiene, por lo atractiva y lo elegante que es, y no es orgullo de hijo, que cualquiera que la haya visto lo puede decir. Mi madre le contestaba lo que suele contestar siempre: "Pues hija, como no sea trabajar mucho, que otra cosa no he hecho en toda mi vida..." y la conversación seguía por otros derroteros. Hasta que la flor de la maravilla volvía otra vez a la carga: "es que no sé cómo lo haces" Total, que la chica dejó bien patente lo admiraba que estaba por como se defendía mi madre al paso del tiempo por no sé cuántas veces.
Claro que, tiene que ser doloroso comprobar que tu belleza no es eterna, que el paso del tiempo es igual para todos y que tú no ibas a ser menos.
Con todo, la flor de la maravilla seguía manteniéndose bella a sus treinta y muchos años. Por primera vez en nuestra vida, mi hermano y yo, que con diecisiete años la veíamos como una diosa, la vimos como un ser humano. Y mucho me temo que no la veremos otra vez en el Olimpo.
Como dijo el poeta, que se nos va la Pascua, mozas. Y alguna ya ve con temor que pronto se va a pasar de la marca.