miércoles, septiembre 12, 2007

Querido hijo:
acabo de estar con un viajante griego del que me he hecho amigo llamado Heródoto y me ha sorprendido gratamente el encuentro. No pensaba que allende de nuestras costas hubiera gente tan preparada y que supiera de tantas cosas, pero para mi sorpresa la hay, y este hombre es la prueba de ello. Aunque he de decir que su sabiduría la da por cuentagotas, pues no es de las personas que hablen mucho; es más dado a la observación y escucha todo lo que digo con mucha atención. Noto, además, que me observa con interés. Es, como yo, escritor, y me cuenta que en su tierra como aquí está muy valorada esa habilidad, pues son pocos los que practican el arte de la escritura. Dicen que es un hombre con dinero, aunque él dice que son patrañas. No sé si creerle. Yo me figuro que nadie está tanto tiempo fuera de su casa si no cuenta con una pequeña fortuna. Heródoto me explicó que en su tierra no eran muchos más que los de aquí los que supieran el arte de la escritura. Él, como yo, se siente muy afortunado practicarla. Él ha visto mucho y sabe mucho, que es a lo más que puede aspirar un hombre en esta vida, y olvídate de todas las riquezas del faraón, que ése no sabe de casi nada.
¿Entiendes, hijo, por qué llevo toda la vida queriendo que aprendas a leer y a escribir correctamente? Con esto puedes tener un medio de vida que te haga tener un buen pasar en este mundo y te prepare mejor para el otro, si es que lo hay. Aunque ya sé, hijo mío, que estás en la edad en que todo hombre duda de todo. No te culpo que dudes de mí, aunque creéme que me duele. Daría mi posición y mis privilegios porque entendieras todo lo que yo te intento enseñar.
Sé que la escritura es un proceso de aprendizaje difícil,costoso y que requiere cierta habilidad, y crees, porque me lo dices muchas veces, que tú no eres bueno para ello. Pero hijo, ya te he explicado muchas veces que yo era un torpe escribiendo y que vencí esa torpeza a base de mucho esfuerzo. He llegado lejos en esto por mi trabajo, levantándome pronto cada mañana y dejándome la vista en los papiros.
No sé si Heródoto tendrá hijos y si tendrá los mismo pesares que tengo yo contigo y tus hermanos. Parece ser que ha estado en la guerra, pero yo digo que no hay campaña militar que se compare a la educación de los hijos. Todos me dicen que no hay padre que se preocupe más de sus hijos que yo, que para eso está tu madre, pero qué quieres que te diga, hijo, cada cual hace o deshace con sus hijos a voluntad, y la mía es que vosotros estéis lo mejor posible en este mundo.
Me cuesta mucho hablar contigo y por eso estoy escribiendo este papiro. Todavía no sé si te lo voy a entregar, porque a medida que voy redactando me avergüenzo de lo que escribo y temo que lo que te esté diciendo sea lo correcto. ¿Ves, hijo? Tú me acusas de verlo todo claro, pero ya ves que yo también tengo mis flaquezas. Me reprochas muchas veces mi fervor religioso, que cómo es posible que un hombre como yo que ha visto tantas cosas me entregue con tanto ardor a toda esa parafernalia hecha expresamente para impresionar el pueblo. Heródoto me comenta que de donde procede pasa igual: la gente se entrega a las festividades religiosas y él en esos días no tiene muy claro qué es lo que se está haciendo y a quién beneficia todo aquello. ¿A los dioses?
Hijo, si alguien lee esto, puedo perder todos mis privilegios y tal vez algo más, pero te lo tengo que decir: En una de nuestras charlas, Heródoto me comentaba de la cantidad de dioses con los que se ha encontrado a lo largo de sus viajes, y ha visto tantos dioses y tanta estupidez que ha llegado a la conclusión que en realidad los dioses para lo único que sirven es para mantener controlados y entretenidos a los pueblos. Yo le dije que en ésto no difería el pueblo egipcio a los demás y que no conocía a mayores estafadores que a nuestros propios sacerdotes. Ya ves, tu padre, hablando mal de la gente que le hace los encargos, la gente que, en definitiva, le da de comer. Pero tengo que serte sincero, hijo mío: al igual que yo, cuando escribo sobre dioses sólo pienso en técnica y calidad, cuando veo figuras y pinturas no veo nada más que el trabajo de los buenos artesanos, y los dioses que representan en realidad no existen, igual que no existen los dioses en mis papiros, sólo yo y el poco talento que pueda atesorar.
De acuerdo, hijo mío, me puedes reprochar que ore, cante y me arrodille como el más fiero de los devotos, decirme que soy el peor de ellos, que soy un hipócrita que se arrastra ante dioses inexistentes ¿Pero no ves, hijo, que todo lo hago por ti?
Me presto a esta farsa por vosotros, hijo. Aprendí a escribir con esfuerzo por vosotros y me esfuerzo en adorar a los dioses porque a vosotros no os falte de nada. La prudencia, hijo es una virtud que te hará eludir conflictos. Me dice el amigo extranjero que con la edad se pierden todas las certezas de antaño porque se pierde la inocencia, pero se ganan otras que más vale ocultar. Qué bien se expresa el griego. Hijo mío, te envidio por tu inocencia y por tus certezas y créeme si te digo que a mí me gustaría volver a ser como tú y así entendernos mejor. Cuánto me cuesta que me entiendas. Maldita sea, por qué recurrir al artificio de escribir si se puede hablar; porqué me entenderé mejor con un griego que con mi propio hijo.
A pesar de lo que pienses, te quiero, hijo mío.

Miró el papiro. Pensó que mostrando la verdad a su hijo lo estaba entregando a los cocodrilos. Era engañando a su hijo como le protegía. no quería para su hijo la desdicha, el desprecio en el peor de los casos, el sometimiento a la vergüenza pública. Quemó el papiro. Su hijo se había salvado.