No sé si será igual en otros países, pero en el mío, si hay una mala costumbre, es la de recurrir al insulto y al escarnio con una facilidad pasmosa: la prueba es encender la tele o la radio, y ver que en cualquier programa o tertulia basura, la gente insulta con una alegría que en otros tiempos hubiera costado un duelo con armas de fuego.
La prueba más fehaciente, es que cuando a alguien le sucede algo bueno, se suele decir algo así: "¡qué hijoputa!" Visto desde fuera, parece que el que lo dice no se alegra del la buena suerte del otro, sino que le envidia y recurre al escarnecimiento por no poder compartir su suerte.
No es infrecuente oír en los institutos de mi país frases tan poco dignas como: "Me follo a tu/vuestras madre/s" que a mí todavía me causan dentera. El sujeto afectado tiene dos opciones: o liarse a puñetazos con el ofensor u ofensores, o restar hierro a tan fuertes palabras, y creedme que tal vez ésta sea la mejor opción, porque tan extendido está tan
feas palabras, que si un pobre alumno tuviera que lavar el honor de una madre cuando se las dicen, acabaría todos los días hecho unos zorros por muy fuerte y bien plantado que fuese.
Decía Hemingway en su libro "Por quién doblan las campanas" que no había idioma como el español para las palabrotas. Aquí se puede ofender de mil maneras posibles, y no es otra cosa que una prueba de nuestro pasado violento, que abarca tambiénla tradición oral.
Os podría dar aquí un gran catálogo de insultos en español, pero me vais a permitir que recurra a vuestra imaginación.
Seguro que la ofensa que penséis a partir de ahora, por muy imaginativa y original que os parezca, la ha inventado antes un español.
Perdón por estas terribles aportaciones a la humanidad y a la Historia Universal de la infamia.
No somos nada refinados, de acuerdo. En el fondo es lo que pasa con los que han tenido imperios, como nos sucedió a nosotros, como les sucede a los norteamericanos.
Se necesita gente bárbara para apuntalar un imperio.
Todo empieza en cómo tratas al vecino.