Os voy a contar un secreto. De no estar tan avanzada la odontología, ahora estaría sin dientes. Ya lo dijo mi primera dentista, argentina por cierto, cuando fui por primera vez a consulta:
-Cheee, este pibe, con treinta años, de no haser nada, quedará sin una piesa dental.
Y es que realmente tenía mal los dientes. Se me habían caído los de leche y los definitivos me salieron cada uno bailando por su cuenta. Encima eran prominentes y grandes, a lo Bugs Bunny. No pasaban desapercibidos al resto del alumnado del colegio. Para mi desgracia y posterior muerte social.
En el árbol genealógico de la famila de mi madre, en vez de haber frutas podridas, lo que hay son dentaduras podridas. Parece ser que mi bisabuela murió sin un sólo diente, ni natural ni de pega; mi abuelo, entre el fumeque y el feroz individualismo que siempre han manifestado cada una de sus piezas de marfil, que nunca se les ocurrió formar en hilera, los tenía sarmentosos y manchados de nicotina; y mi madre, la pobre, ni en hilera ni independientes. A los cuarenta y pocos años, dentadura postiza.
La señora odontóloga argentina, sin conocer la genealogía dental de mi familia ya sabía que los míos eran de poca calidad y propensos al suicidio.
No obstante, la clínica, que veía en mi boca una mina de oro, propuso a mi madre el arreglo de mi desfigurada sonrisa. Recuerdo que el primer aparato que llevé era una auténtica tortura que no me dejaba dormir por las noches, pues me apretaba los dientes para llevarlos adentro de la boca y me hacía despertarme por el dolor. Los siguientes no me causaron daño, pero aparte de antiestéticos eran inútiles. Por cierto, la clínica me cambiaba de dentista con relativa frecuencia, y cada uno de ellos me mandaba un aparatito diferente, siendo el siguiente más inútil que el anterior.
Nadie sabía muy bien qué hacer con mi dentadura. Cada vez estaban más grandes y más a su bola. Mientras unos miraban a Lisboa, los otros a Copenhague. Y aún había alguno que se perdía por el mar Negro.
Siempre me he lavado mucho los dientes, en la frecuencia, fruición y duración que me indicaban los facultativos. Pero daba igual. Tenía una periodintitis galopante, al parecer también familiar a las bocas de mis ancestros. Mis dientes cada día bailaban más e iban a la búsqueda de sus raíces. Hasta que un día me levantaba, me miraba al espejo y ¡Coño, me ha desaparecido ese que marcaba los pasos del cha-cha-chá!
Al final, viendo que mi boca cada vez estaba cogiendo aspecto de pertenecer al criado de Drácula tuve que tirar por el camino de en medio, quitarme los piños que todavía no se me habían caído por la dichosa periodintitis, enfermedad degenerativa hereditaria (más de una vez me preguntaron si tenía un abuelo minero) y ponerme porcelana fija. Que vivan los jarrones.
Y bueno, al igual que el miope se fija en las monturas de las gafas y el cojo en los bastones, yo voy por la vida mirando dentaduras. Haciendo distinciones entre las amarillas y las perladas, las de dientes pequeños y los paletos, las con mella o sin mella, las cuidadas y las dejadas. Con eso me entretengo.
Que siempre uno se fija en lo que carece. Qué le vamos a hacer.
3 comentarios:
Amigo mío, lamento lo de su dentadura, y mi mal vino por el cigarrillo, he destruido una dentadura hermosa por culpa del cilindro blanco. Pero como dices, menos mal que ha evolucionado la odontología.
Un gusto volver a verlo y on la sonrisa fresca.
Saludos fraternales.
joder, qué miedo...
oye, que no, pasa por mi blog, que lo de Juan Ramón tenía yo razón.
Besitos y buen estudio...
Redonna
Ufff lo que se ha tenido que incrementarse tú valor físicoeconómico con la dentadura de "jarrón" jajaja porque oye vale una pasta.
Ciertamente estás muy acertado en que uno siempre se fija en aquello de lo que carece o "cojea".
Besos
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