viernes, mayo 11, 2007

Será por lo que nos ha pasado, será porque estoy un poco harto de este Madrid injusto, el caso es que me gustaría escaparme por unos días al pueblo, buscar mi locus amoenus, aunque es más que posible que no le encuentre.
Curiosa paradoja de los que somos la primera generación de una familia que vive en la ciudad: por un lado, hemos descubierto los males de la gran urbe, y por otro, sabemos de oídas los males de la vida del campo, que nos la han pintado nuestros mayores como llena de limitaciones. Por si fuera poco, no hemos aprendido la sapiencia necesaria para poder sobrevivir en el medio rural en caso de querer regresar. En definitiva, estamos en tierra de nadie.
Hay gente que se ha decidido marcharse de la ciudad movida sin duda por un idealismo un tanto ignorante de la vida en la naturaleza. Yo siempre he tenido claro esa diferencia, porque cuando iba al pueblo de mis padres, sin duda sabía que esa vida de disfrute y cachondeo que yo llevaba en los meses estivales no era en modo alguna la misma que la que llevaron mis abuelos, condenados a levantarse pronto y trabajar hasta que el sol volviera a esconderse. No, en modo alguno no es lo mismo.
Sé que muchas de esas personas se han adaptado a la vida del campo, pero más de un sacrificio les habrá costado y alguna que otra lágrima. Porque en el fondo, los que vivimos en ciudad somos seres limitados, nada autosuficientes; dependemos totalmente de ésta: la leche no la dan las vacas, la dan los supermercados.
Si yo me planteo la posibilidad de irme a mi pueblo perdido de la despoblada Castilla, lo primero que pienso es que a lo mejor tengo dificultades para poner conexión a Internet ¿Eso es lo primero que debería pensar? Pues no, debería pensar en cómo plantar tomates, legumbres y demás.
Qué bucólico se hace el campo cuando se piensa en él desde la ignorancia.