jueves, octubre 18, 2007

Si queréis leer un buen libro de historia sobre la segunda guerra mundial, os recomiendo Stalingrado, de Anthony Beevor. Os sorprenderá cómo trata la batalla, así como el estudio que hace el señor Beevor de aspectos de esa campaña bélica que difícilmente encontraréis en otros libros de temática bélica. En él podéis hallar cartas de soldados alemanes y rusos, correspondencia del generalato de ambos bandos... La labor de la documentación llevada a cabo por Beevor ha sido colosal, y sus conclusiones muy sorprendentes, tratando desde los aspectos más generales de la campaña hasta los más minuciosos.
A mí me llamó la atención cómo Beevor se detiene en una faceta humana que no es frecuente que se hable de ello en los libros de historia : el trato que se daban entre sí los soldados. No es una particularidad que suela tratarse por lo menudo, pues la mayoría de las historias de las grandes batallas, de Tucídides hasta hoy, suelen versar de las dudas, estrategias, disputas, tribulaciones y maquinaciones llevadas por el general de turno con sus oficiales. La masa humana que componen los ejércitos parece que no existe, es como si en los campos de batalla no murieran y pelearan seres humanos. Cuando leo un libro de ésos, por ejemplo sobre la batalla de Waterloo, siempre me hago la misma pregunta: ¿y no hubiera tenido todo una solución más fácil y menos costosa si Wellington y Napoleón se hubieran liado a puñetazos?
El libro de Stalingrado será de los pocos en los que se habla de la vida cotidiana de la tropa y sus penalidades. Entre las muchas cosas que relata, me sorprendió mencionara en el libro la ausencia de bromas pesadas, de novatadas, de humillaciones entre soldados a los que se les impuso convivir. En el imaginario colectivo de todos nosotros están las burlas crueles de la mili, una película donde un muchacho recién llegado era víctima de los veteranos ociosos. Sin embargo, los soldados en el frente que nos presenta el historiador se apoyaban los unos a los otros, sólo se tenían a ellos mismos en las gélidas tierras rusas. Qué gran contraste con el comportamiento cruel e infantil de los que humillan a sus compañeros, con la paradoja de que creen que así son más hombres.
El instinto de camaradería que todo buen ejército ha de tener nace del instinto de supervivencia. No hace falta el ir a la guerra para saber que se depende del compañero para sobrevivir y que el buen funcionamiento de un conjunto de seres humanos depende de cómo obren entre sí cada una de ellos. Es la cooperación necesaria para llegar a un buen fin.
Las humillaciones, en cambio, provienen del individualismo más egoísta. Es hacer todo lo posible para neutralizar a alguien que dentro de la pirámide puede ser mejor que uno mismo. Nacen de los espíritus ociosos, de los estrategas de la medianía. Es, en definitiva, el restar las cualidades del que se tiene al lado ante la imposibilidad de no poder acrecentar las de uno mismo. Estrechez de miras, cortedad mental, llámese como se quiera. Todos son cualidades de los que están estancados en su propia putrefacción vital.
De las pocas lecciones buenas que se pueden sacar de una batalla, una de ellas el sentimiento de camaradería que se desarrolla en la tropa. Anthony Beevor explica que la camaradería que se desarrolló entre los soldados de ambos lados del frente no es una peculiaridad de esta guerra debida a un entorno especialmente hostil. Anthony Beevor afirma que los soldados de todos los ejércitos se comportan así en la guerra, pues bastantes penalidades dan las batallas como para andarse con infantilidades.
Si pensamos que la vida cotidiana es la guerra que todos tenemos que librar, no entiendo, ni comprendí jamás, por qué se fomenta y se aplaude que se humille a los individuos ¿Un homenaje a la selva, al dios individualismo, ese ente caprichoso que decide nuestro destino? No lo sé, en cualquier caso... qué paradoja que en un libro de guerra yo extraiga lecciones de comportamiento civilizado. Lecciones -¡qué contradicción!- de humanidad.