domingo, julio 29, 2007


Esta mañana hemos ido, junto con unos amigos, a ver unos restos arqueológicos pertenecientes al periodo en que éramos una península romana más. Los restos son cercanos y pertenecientes al pueblo de Carranque. Nos cuentan que por allí cerca pasaba una de las grandes vías romanas que cruzaban la península ibérica, concretamente la que unía Toledo con Segovia, que aparte de ser la tierra de mis ancestros, era donde se cogía la ruta para acceder al resto de la Europa romanizada, o en la mayoría de los casos, irse a dar un garbeo a la capital del imperio.
Las ruinas están localizadas en la provincia de Toledo, lindando con la provincia de Madrid.
Como muchos de los grandes descubrimientos, se hizo por casualidad. Las tierras donde están asentadas las ruinas eran comunales y parece ser que las echaban a suertes entre todos los vecinos para ver a quién le tocaba cultivarlas. Nadie las quería. Los arados tropezaban con piedras muy raras y se rompían, cuando no se encontraban en el suelo pedazos de cerámica o de oxidados utensilios domésticos que dificultaban las tareas de labranza. Hasta que un día de 1983 Samuel López Iglesias, un vecino del pueblo, excavando un poco más en la tierra, descubrió con gran sorpresa un gran mosaico. Vinieron los arqueólogos y excavaron mucho más y entonces dieron con un gran complejo agropecuario del siglo IV D.C.
Por ese trabajo ya se saben algunas cosas más. Lo primero, que el hombre que era dueño de todo aquello conseguía cosas que no estaban al alcance de todo el mundo. En las excavaciones encontraron la pata de una mesa fabricada en pórfido rojo, que era la piedra más cara que se podía encontrar en las casas nobles romanas, y casi podríamos decir que sólo estaba presente en las casas de los emperadores y sus allegados. Pero no sólo eso: se pudo permitir hacer sus edificios con materiales procedentes de todas las partes del imperio. Se han encontrado, por ejemplo, mármoles egipcios. Eso sí que era globalización y lo demás son tonterías.
Tendríais que ver el paisaje. Bajo un sol de justicia, la llanura castellana está más bien pelada. Abajo, el río Guadarrama, que sigue su camino tan displicentemente como lo hacía cuando estaban esos viejos romanos, como sabiendo que nosotros desapareceremos como lo hicieran ellos. Unas pocas nubes y ni un soplo de viento. Y las piedras que nos esperan, que quieren establecer un diálogo con nosotros.
Te cuesta creer que en ese páramo seco hubo una vez un poderoso de Roma que decidió poner su hogar y su industria al servicio del imperio; que pudiera traer los mejores artesanos del imperio a adornar las paredes de su villa con pinturas y sus suelos con mosaico; que pusiera a su servicio a los mejores técnicos para tener calefacción radiante en su casa; que se trajera al mejor arquitecto para hacer un edificio administrativo colosal; que tuviera una industria manufacturera potente y un complejo agrícola grandioso; pero lo más impresionante es que todo estaba allí, en medio de la nada.
Se cree que allí había un gran latifundio en el que trabajaban muchas personas y que muy cerca de allí debía haber un poblado donde vivían. El tiempo, que todo lo iguala, les ha sepultado en el anonimato como a su gran señor. Lo que es seguro es que alguien les quiso y supo quiénes eran.
Se cree que todo aquello perteneciera a Materno Cinegio, un pariente y colaborador del emperador Teodosio el grande, pero no está confirmado. En cualquier caso, era un tipo rico, capaz de hacer obras civiles colosales y con los materiales más caros.
Cuesta imaginar cómo era eso en su apogeo. Pero más cuesta imaginar cómo se levantó aquello en medio de esa nada, de ese páramo, tan lejos de la metrópoli. Llegados a este punto, da por pensar aquello de que los hombres se van y sólo quedan sus obras y que ese hombre dejó los mosaicos de su casa, fabricados con unos materiales dispuestos a plantar cara al tiempo. Nosotros, en cambio, dudo que podamos dejar algo que dé pistas a los que nos sigan de quiénes éramos y qué hacíamos.
Os aconsejo que lo visitéis. Cuando vi los restos arqueológicos no pude evitar sentir un nudo en el estómago, unas ganas tremendas de poder ver en la mirilla en el tiempo y saber cómo se las arregló un romano como éste para levantar algo de la nada. En un apartadero de la calzada. En donde sólo pasean las codornices y los cardos plantan batalla a las pantorrillas desnudas e insolentes de un romano despistado.
Prodigios de Roma, que llegan a un secarral de Toledo.