viernes, noviembre 17, 2006

Querido amigo:
Permíteme que te cuente una historia, acaso muy parecida a la tuya.
Cuando yo estaba en el colegio, no aprendí a hacer amigos. Vagaba por los recreos solo, sin más compañero que el bocadillo que me hacía a mi madre. Siempre se me dio muy mal el fútbol, que es lo que se jugaba en mi colegio, pero la pregunta que yo me hacía era de la misma naturaleza que la del huevo y la gallina: ¿se me daba mal el fútbol porque no jugaba con mis compañeros, o no jugaba con mis compañeros porque se me daba mal el fútbol? En cualquier caso, ellos, los que podían haber sido mis primeros amigos, me respetaron desde primero a quinto de EGB. Incluso toleraron mi falta de destreza cuando me decidía probar suerte en algún partidillo, pues de vez en cuando lo intentaba. Ellos fueron muy buenos conmigo.
Pero entramos en sexto de EGB, y con el curso vinieron los temidos repetidores. La leyenda cuenta que alguno llevaba repitiendo dos, tres, mil veces. Tienen las carpetas decoradas con cosas muy siniestras y algunas, muy incomprensibles -¿Qué es esto? Esto es el símbolo del tripi- “¡Qué cosa mala debe ser aquello!” Pensaba yo. En un momento dado, el que me hacía esta confidencia del mundo esotérico en el que se iniciaba, me llamó baboso, pues en verdad se me caía la baba de vez en cuando, y a los pocos días un coro siniestro me rodeó en mi pupitre y me cantó el himno al baboso una y otra vez. Después, otro de los miembros del coro me llamó dientes, y entre clase y clase, cual cuarenta principales siniestros, repetían la melodía otra vez, y resonaba en tu cabeza con tal fuerza que algunos días regresabas a tu casa y tenías tal dolor de cabeza que te parecía estallar. Tu madre te daba la aspirina, pero no podía darte el remedio adecuado, porque te cuidabas mucho de revelarle el origen de tu mal.
En los días siguientes fui gordo, conejo, capado, babosa, morsa… Yo, por mi parte, me llamaba cobarde, porque eran más grandes que yo y no me atrevía a pelear con alguno de ellos, pues eran aliados y yo era un triste nada con nadie.
Los compañeros que venían conmigo de otros cursos, pese a ser su mal fichaje cuando ocasionalmente decidía participar en algún partidillo de fútbol, me tenían aprecio (como yo a ellos), pero ninguno vino a socorrerme. Una de las primeras lecciones que aprenden los niños de este injusto mundo es el sálvese quien pueda. Todos nos sabíamos la historia de Robin Hood ¡Pero quién era tan tonto en el colegio como para defender a los débiles, sin arcos ni flechas de los de verdad! Entonces supe que la gente lo que aprende antes que nada es la gramática parda, la ley de la calle, que en su primer artículo, dice: Mucho cuidado con el más fuerte. Yo ya no podía ser otra cosa que la víctima, él y sus esbirros me habían puesto al otro lado de la acera. Mi situación, abandonado por todos, cada vez era más difícil.
Y vinieron los golpes. Me esperaban detrás de una esquina. Llovían sobre mi cabeza las tortas. Llegaron a tirarme piedras cuando regresaba a casa. ¡Quién era el listo que quería volver al colegio al día siguiente! Por las mañanas, cuando me levantaba, era un infierno. A veces lloraba en el desayuno. El colegio pasó de ser el sitio donde disfrutaba dibujando y resolviendo problemas de matemáticas a ser la cárcel donde otros presos me martirizaban. Jamás sabré si mis maestros fueron conscientes del infierno que yo estaba pasando. Y mis notas de diciembre fueron un desastre. Fue la primera vez en la vida que me quedé sin regalo de reyes por suspender. Las desgracias nunca vinieron solas.
Pese a todo, aquel año no repetí. En los dos años posteriores que pasé en el colegio logré sobrevivir a ese tipo de acoso moral. Hice frente a alguno de mis verdugos: me peleé, y bueno, unas veces gané y otras, perdí. Lo que tengo claro es que, en contra de lo que creen algunos, eso no contribuyó a espabilarme, ni a hacerme más fuerte, ni más sabio. Se podía haber ahorrado esa lección esta sociedad de monos absurda.
Lamentablemente, yo no estoy en tu centro para socorrerte, porque no sé quién eres, y no sé si lo que te pasa es como lo mío, o peor. Lo único que puedo decirte es que no cometas el mismo error que yo; habla con tus padres de tu problema, con tus profesores, con quien pueda ayudarte. No lo puedes resolver tú solo.
Y por último, comparte los recreos con aquéllos que pueden ser tus amigos, porque lo serán para toda la vida. Y si eres malo en el fútbol, en el baloncesto o a lo que sea, tanto da. Al colegio no se viene a aprender a hacer deporte. Se viene a aprender a hacer amigos.