Cuando hay un partido de fútbol, en la calle parece que ha habido un Apocalipsis silencioso que se ha llevado a la humanidad entera, dejando a las construcciones intactas. Todo tiene una calma extraña, que al que la contempla le produce un pavoroso ruido en el cerebro: "demonios, la soledad era ésto." Pero no. De repente, un coro venido de mil sitios diferentes en dolby sorround canta goooooooooool. La culpa de toda esa calma la tienen veintidós chavales en calzoncillos, más otros tres hombres de mirada severa, cuyo único objetivo es que la masa silenciosa no se acuerde de ellos tras acabar el partido.
El hombre masa bebiendo cerveza y comiendo panchitos, para ser más masa todavía. A todos los que vemos deporte nos cansa competir. Reconforta ver que son otros los que lo hacen. Competir cansa, pero ver competir descansa. Una tarde de competición ajena, qué descanso para el espíritu.
Los veintidós que compiten son seres afortunados. Han tenido que pasar por muchas selecciones desde que eran niños hasta llegar allí. También es cierto que han tenido gente que les ha ayudado en esa selección. Muchos que eran igual de buenos que ellos se han quedado por el camino, por no tener padrinos, por un pequeño infortunio que ha cambiado para siempre su destino. La fortuna es la combinación de suerte y de talento, y a veces, ni siquiera hace falta tener este último para poder triunfar.
La gente gusta ver la competición pese a que nos pasamos la vida en crueles procesos de selección, grandes y pequeños. Por eso relaja ver a otros competir, como relaja a los albañiles jubilados ver a otros más jóvenes doblar el lomo.
Un acontecimiento deportivo dado por televisión no es el triunfo de la competición, es el triunfo de la masa que ha dejado de competir entre sí. Ojalá que en este mundo sólo compitieran 22 y los demás estuviéramos viviendo en perfecta armonía para siempre.