sábado, noviembre 04, 2006

Muchas veces he imaginado lo que haría cuando apruebe las oposiciones. Siempre me ha venido la imagen de que quemaría algunos libros, a modo de catarsis , de abandono definitivo de mi condición de estudiante.
Quemaría libros de texto, temario de oposiciones y cuestonarios de test sicotécnicos.
Sé que quemar libros está mal. Ahora mismo estoy pensando que es el tema fundamental de Fahrenheit 411, el gran libro de Ray Bradbury donde los bomberos no se dedican a apagar incendios, sino encender libros. Me estoy acordando también de que en las novelas de Pepe Carvalho, al detective le gustaba quemar algunos libros en la chimenea. Eso no estaba bien aunque alguno de los que quemaba lo merecieran.
La razón mía de querer quemar libros obedece a mi fracaso: jamás he sido un buen estudiante y todos los manuales y libros que he leído por obligación y no por placer han sido una tortura que me ha venido impuesta porque no me quedaba más remedio si quería buscarme un salida en esta sociedad de titulitis. Tienes que llegar a la universidad, me decían una y otra vez. Y llegué. Pero mi carrera está muy poco valorada por la empresa privada, y queriendo librarme de hacer oposiciones, mandé currículos a colegios privados y ninguna puerta me fue abierta.
Y este mal estudiante tiene que seguir estudiando.
La pena es que os habla un afortunado de tener una carrera universitaria. Nunca se lo agradeceré lo suficiente a mis padres. Ellos no lo dirían con estas palabras, pero estoy seguro que ellos querían liberarme de las cadenas de la ignorancia, de la pobreza y de un destino incierto; pero, esta liberación trajo consigo otra condena: el tener que aprender cosas por las que no estaba mínimamente interesado.
Paralelamente, creció en mí el amor por la lectura que sólo dependía de mi libre albedrío. He leído mucha historia, mucha poesía, teatro, novela, artículos políticos y alguno que otro de tipo científico. Más de ochenta libros al año en mis tiempos de universitario. El poco tiempo que me quedaba, lo dedicaba a los estudios. Como resultado, mi expediente no es para tirar cohetes.
Por eso, los libros que quiero quemar son los que me tengo que leer por una cuestión de supervivencia: grises temarios de oposiciones, libros de texto y cuestionarios. Sólo esos.
Si llega ese momento, me tendréis que guardar el secreto: no sé cómo justificaré ante mis futuros alumnos la quema de libros.