sábado, noviembre 18, 2006

quizá he dado la imagen de un pobre diablo que no ha superado sus traumas infantiles. Algo de éso hay. Pero también es verdad que son partes de ese acervo de cosas que han formado mi carácter.
Las viejas ofensas que me hicieron cuando era pequeño son como viejas roturas de hueso: aunque ya están soldadas, hay veces que duelen. También es verdad que, al igual que el hueso, por esos quebrantos, mi alma se ha hecho más fuerte.
No obstante, desde entonces, siempre he deseado tener el respeto de los demás. No el respeto derivado de la autoridad, sino el respeto derivado del cariño. Considero que esta costumbre que tenemos sobre todo en los países latinos de mentar a la madre a la mínima o reírse de los defectos físicos de los demás siempre me ha indignado. Seré de los pocos que comprendió a Zidane cuando le propinó el cabezazo a Materazzi: quizá el gran jugador francés actuó estúpidamente, pero yo siempre consideraré más estúpido al mediocre jugador italiano. Dicen que nunca hay que llegar a las manos y bueno, sí, es verdad, pero ¿por qué se acepta de tan buen grado la humillación verbal, ésa que ha generado a miles de individuos depresiones y traumas y que en algunos casos les ha llevado al suicidio? Como a esos individuos no se les ha causado ningún mal físico, no hay problema: no tendrían que haber hecho caso de las agresores verbales. Pero todo el mundo sabe que uno de los elementos fundamentales de la tortura impuesta por cualquier estado de tiranía empieza por lo no tangible, por la humillación verbal.
Si hay alguien que me lee que se encuentra mal por el daño que le ejercen los malnacidos, sólo le puedo decir, si le sirve de consuelo, que las palabras juguetes del viento son, o como decíamos de niños:
Habla chucho, que no te escucho.