Uno de los anhelos del inspector Santuchione era viajar a San Petersburgo: se imaginaba a sí mismo, en una época indeterminada, bajando de un tren procedente de Moscú, dispuesto a buscar la sombra alargada de Dostoievski:
"la sociedad se halla divida en dos tipos de seres humanos; aquellos superiores que tienen derecho a cometer crímenes en pro del bienestar general de la sociedad y aquellos inferiores que deben estar sometidos a las leyes, cuya única función es la reproducción de la raza humana"
Santuchione no era muy aficionado a la literatura, pero un viejo ladrón, enemigo íntimo suyo, se lo recomendó: "Si quieres entender realmente de qué va esto, debes leer Crimen y Castigo"
Se lo dijo detrás de los barrotes, y Santuchione le hizo caso.
No tardó mucho en leérselo. Sobre todo la primera parte. Lo que menos le gustó fue el propósito de redención final de Raskolnikov; lo encontró demasiado novelero. No hay nada más falso que los hombres arrepentidos. Santuchione ha conocido muy pocos. En cambio, todos lamentan que les cojan.
Él, desde luego, nunca se arrepintió.
Muchas veces repasaba la ficha policial de los delincuentes de su distrito, y se daba cuenta de que él mató a muchos más hombres que algunos que estaban cumpliendo condena. Pero era un ser superior que no tenía que respetar las leyes que le hacían ganarse la vida. Tenía que hacer preservar el bienestar general de la sociedad. Su único temor es que la edad, una mujer o lo que fuera le hicieran un débil. Si él hubiera sido el que hubiera apresado a Raskolnikov, no hubiera dudado en pegarle un puñetazo en el estómago por entregarse. Eso está fuera del pacto no escrito entre polis y ladrones.
"Tengo que ir a Rusia" Pensaba Santuchione. El viaje era caro y su sueldo de funcionario no daba para mucho. Pero él tenía que ir, sobre todo para ver la helada decadencia del San Petersburgo sin imperio, tan parecida a la suya propia. Donde el río Nieva, como decía un niño, compañero suyo del colegio en clase de geografía, en una anécdota que hace años tenía guardada en los archivos más oscuros de los sótanos de su cerebro. El río Nieva.
Miróse al espejo y le vino el último pensamiento extraño de antes de acostarse. Si su pelo aceitado y ensortijado importado del sur de Europa no iba a destacar demasiado entra tanta cabeza caucásica. Santuchione siempre hacía gala de su facilidad para pasar desapercibido. Su cabeza de tirano de Libia no dejaría indiferente a los rusos.
Qué demonios. Iría en cuanto pudiera.
Se preguntaba si conocería alguna rusa dispuesta a mezclar el trigo con el aceite.
Pero qué estaba diciendo, él no era un ser inferior para la reproducción.
En el mundo somos ya demasiados.