domingo, diciembre 23, 2007

Hace unos tres meses murió mi abuela y no escribí aquí de ello porque me sentía impotente para expresar el dolor que me producía aquello. Gran mujer, y no lo digo por ser ella. Terriblemente generosa, cuando alguien iba a su casa, ya fuera de la familia o una amistad, ella se desvivía porque cuando se fuera estuviera bien comido. Quienes me leéis sabéis que yo soy bastante tragón. Pues bien, salía de casa de mi abuela que no podía oler la comida. Su obsesión era el verte bien lustroso.
Los hombres y las mujeres de su generación, por el hecho de haber vivido la posguerra, se dividían en dos tipos: los que por pasar hambre se volvieron tacaños y no ofrecían a las visitas ni un mendrugo de pan, y los que por pasar hambre se obsesionaron porque nadie de los que entraran en su casa se fueran con el estómago vacío. De ahí vienen las cenas pantagruélicas de nochebuena; en casa de mi abuela eran un verdadero homenaje al Almax y al alma, que bien reconfortados y sonrientes salíamos todos de fiesta en familia. Y con algún que otro regüeldo.
En un libro precioso de Manuel Rivas (decir "libro precioso", en el caso de un libro de Manuel Rivas, es tan obvio como decir "Ferrari veloz") con una selección de sus artículos escritos en gallego, decía de sus paisanos que, de gobernar el mundo, podían hacerlo tan mal como el peor, pero que mandando ellos, en este planeta no iba a pasar hambre nadie. Con mi abuela, pese a no ser gallega, aunque era (qué doloroso es este pretérito imperfecto) castellana, pasaba igual. Pero también estoy seguro que podría haber sido una eficaz y benévola gobernante de los pueblos del mundo, que inteligencia tenía para ello. Manuel Rivas también decía que esa obsesión por la comida venía de las hambrunas de tiempos pasados. En las épocas de carestía se imprime el carácter de las personas y por extensión, de los pueblos. Pero que sepa Manuel Rivas que la generosidad en la mesa no es patrimonio sólo de los gallegos.
Desgraciadamente, las nochebuenas en casa de mis abuelos ya no van a ser posibles. Ahora, con el nexo que unía a toda la familia desaparecido, cada uno hace la guerra por su cuenta. Yo me reuniré con mis hermanos y sobrinos en casa de mis padres, y otro tanto harán mis primos en casa de mis tíos, allá en Barcelona. Pero ya no habrán las eternas disputas entre el "comando Madrid" y el "comando Barcelona", y ya no se harán las chanzas cuando el Barça era el primero, o era el Real el que encabezaba la tabla.
Poco a poco se están yendo los que vivieron la guerra, y desgraciadamente también con ellos se pierde magníficas enseñanzas. Se están yendo los que constantemente estaban contando batallitas (abuelo, ojalá me hubieras contado mil veces más tu vivencia en la batalla de Teruel y tus anécdotas como sargento de intendencia. Menos mal que tuviste suerte) y los que se quedan callados. Los que la guerra les dejó mudos, pozos sin fondo de vivencias que quedarán para siempre enterradas en su memoria. Vaya para ellos mi homenaje. Y sobre todo para ti, abuela, la más generosa del mundo, la que me enseñó siempre el importante y maravilloso valor de compartir.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Oye, Tristopositor, qué bonito... te hablaré yo también de mis abuelos...
Un besote...
Redonna

Sonofotlon dijo...

Tristo, creo que hay que alegrarse por nosotros, y no lo digo de forma egoista, sino del pensamiento global. Nosotros podemos decir que nos ha tocado abuelas que eran artesanas en la cocinas, que nuestros abuelos eran los mejores contadores de anecdotas (por tantos cambios bruscos vividos) y relatos asombrosos a pesar de que en muchos casos ni siquiera fueron a la escuela.
Pero ponte a pensar que cuando seamos abuelos nuestros nietos no gozaran (en terminos generales) de las ricas comidas y de los cuentos de los abuelos, salvo los que heredemos esa costumbre. Hoy en dia un abuelo hasta sale de parranda con el abuelo y se divierten de par en par. A las mujeres se les da cada vez menos por el arte culinario.