Cuántas veces habré escuchado esta frase dichosa: ya nada se puede hacer. Y es verdad; ya nada se puede hacer, sólo escribirlo, que es bien poca cosa y a veces pienso si esto tendrá sentido. Lo que ocurrió, ocurrió y nada puedo hacer por cambiarlo. Qué insignificantes que somos y lo fácil que es apartarnos del camino.
Si os digo la verdad, a partir de este punto de la historia, todo lo recuerdo como una de las peores pesadillas que jamás he tenido. Lo bueno que tienen mis pesadillas es que las olvido fácilemente, mientras que tengo una memoria muy buena para las fruslerías, tanto oníricas como reales, de la confitería del recuerdo. Poco sitio hay para los productos amargos como éste. Desgraciadamente lo hay. No lo quiero recordar, lo quiero tirar, pero sigo guardándolo en un estante perdido del almacén de la trastienda de mi dichosa tienda.
Amanecía en esa parte del campo llano de Castilla. Dos pequeños Clíos avanzaban, a buen ritmo. Yo iba en el primero, en el que conducía César. Detrás, siguiéndonos, iban en el otro auto Tomás, Roberto y los amigos de este último.
No recuerdo qué canciones sonaban en la radio. No recuerdo de qué íbamos hablando. Sólo recuerdo un inmenso mar de campos recién cosechados y el sol ardiendo. Recuerdo que tenía ganas de que los cuarenta kilómetros de malas carreteras los recorriéramos pronto y poder meterme en la cama. Y otra cosa: empezaba a hacer calor en el pequeño habitáculo del Clio. También recuerdo que César no corría, pues era momento de tener precaución. No era para menos: la vía no era buena. Un ojo puesto en la carretera y el otro puesto en el retrovisor para ver si el otro pequeño Renault, donde iba su hermano, nos seguía. La cosa iba bien, hasta que en un abrir y cerrar de ojos perdimos el coche. "Joder, ya no les veo: aminoraré la marcha""Asómate por la ventanilla, a ver si les ves""nada tío" "¿qué ha pasado?""¡Qué hacemos?""Pues yo qué sé...Creo que lo mejor que podemos hacer es darnos la vuelta"
César hizo un cambio de sentido y entonces, después de recorrer unos pocos cientos de metros, vimos que un pequeño Clío destrozado, humeante. Se notaba que había dado vueltas de campana, pues tenía todo el habitáculo deformado. Había un chico tumbado boca abajo, llorando en medio del secarral: el conductor. Otro estaba llorando sentado, tapándose la cara. Mientras, Tomás se desgañitaba para parar un coche que pasaba en ese momento. Se montó tan deprisa que no se dio cuenta de que nosotros llegábamos al lugar del accidente. Se fue a buscar ayuda. Faltaba alguien en el cuadro. ¿Dónde estaba Roberto? De repente, esa nebulosa fruto del alcohol y del sueño se me pasó de un plumazo: sobresaliendo entre los hierros retorcidos del coche, vi un cuerpo que colgaba de cintura para arriba de la ventanilla, que llevaba una camisa negra de raso con letras doradas que me era muy familiar. Dios mío...
Otros antes que yo se habían dado cuenta del cuerpo que colgaba por la cintura en la ventanilla trasera del coche. Se apresuraron a ponerlo sentado dentro del habitáculo. Nadie allí teníamos idea de cómo tratarle, de cómo aplicarle primeros auxilios... ¿Qué hacer, Dios mío, qué hacer con él?
Entonces no había móviles. Sólo contábamos con que Tomás, que había ido al pueblo más cercano, encontrara rápidamente un puesto de socorro que pidiera una ambulancia, y que ésta se encontrara cerca del lugar del accidente. Los segundos se hacían minutos y los minutos, horas. Dios mío, ¿es que nadie podía socorrer a mi amigo? César estaba fuera de sí. Recuerdo que le intenté abrazar, pero estaba lleno de ira y de impotencia, ¿Qué podía hacer él por su hermano? Roberto estaba sentado allí, en el habitáculo maltrecho, como dormido. Nadie de los que nos encontrábamos allí podíamos hacer nada por él. Pero había esperanza: estaba vivo, gemía un poco, tal vez, si llegara la ambulancia pronto... Pero sus heridas, tenían tan mal aspecto...la del brazo izquierdo era horrorosa. Después supe que fue el peor de los daños estaba en esos sitios de su cuerpo que nosotros no podíamos ver.
¿Por qué tardaban tanto? Hace tiempo que se fue Tomás a pedir ayuda. Dios mío, tenía que ocurrinos en esas carreteras de mala muerte...Alrededor todo es campo, campo y más campo. No corre una brizna de aire. Todo signo de civilización a la vista es un tractor que se veía a lo lejos. Noto que me asfixio, maldita sea...Tengo que calmarme...Esto no puede estar ocurriendo... ¿POR QUÉ NO VIENE LA PUTA AMBULANCIA?
Todos nos alternábamos para dar palabras de ánimo a Roberto. Tienes que vivir, tienes que vivir, maldita sea. Es un crimen que un muchacho de dieciocho años se deje la vida entre los hierros de esa lata de sardinas que era el Clío. Le susurraba a mi amigo. Por favor, lucha ¡LUCHA, ROBERTO, LUCHA, POR LO QUE MÁS QUIERAS!
Poco a poco, aquello se fue llenando de coches. Eran de la gente de mi pueblo que como nosotros, volvían tarde a casa. Veía a chavales que se hacían los tipos duros en circunstancias normales llorar como magdalenas. Veía cómo en el fondo hace una hora no éramos más que chiquillos que sólo pensábamos en divertirnos, y esto era el mundo real, el de mi pobre amigo yaciente entre un amasijo de hierros que apenas si había cruzado el umbral de la puerta de la madurez. Qué pequeño me sentía entonces, qué insignificante e idiota me sentía, que insignificantes me parecía mi vida de tan sólo unas pocas horas antes. Pero cuánto echaba de menos esa despreocupación, ahora que Roberto está sufriendo, en mala hora dijimos de venir a Campaspero
Eran las ocho y cuarto, y empezaba a odiar enormemente a ese maldito Clío de chapa endeble que apenas si pudo proteger a mi amigo. Éramos una veintena de personas medio zombies, deambulando, impotentes. El conductor no se había movido en ningún momento, sollozaba y sollozaba y no decía más que frases ininteligibles.
La petición de auxilio de Tomás tuvo su efecto y vino un coche policial de atestados y una furgoneta que tenía toda la pinta de ser una ambulancia. Por fin, Roberto, es posible que te salves ¡Gracias a Dios! Roberto, te van a llevar al hospital y te vas a poner bien...
¿La protección civil? ¿Por qué no había venido un médico con ellos?
Nos explicaron que ellos poco podían hacer ante esta situación. Se había llamado a una ambulancia que llegaría de Cuéllar, el pueblo más grande de la zona, y el único con un centro sanitario en condiciones. Yo le pregunté a uno de ellos si había lugar para la esperanza. Se encogió de hombros y me dijo "eso lo sabremos cuando le vea un médico" Maldita sea nuestra suerte
Mientras, los de atestados interrogaban a los testigos más inmediatos del accidente sobre lo que había pasado. Pasaban los minutos y esto cada vez tenía un cáriz más oscuro. Pero que muy oscuro. Y no por las consecuencias penales para el conductor que en aquellas circunstancias, ni a él mismo le importaba lo que pudiera pasar.
Eran las nueve de la mañana y ninguna furgoneta había venido a llevarse a nuestro Roberto.
Mierda de vida.
1 comentario:
me dejaste helado...
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